El fuego siempre había sido parte de los Donnelly. Era mucho más que un símbolo en su escudo familiar, más que las llamas en la chimenea de su antigua mansión. El fuego corría por sus venas, alimentaba su ambición, su orgullo, y su crueldad. Para ellos, el mundo no era más que un campo de batalla donde solo los más fuertes sobrevivían, y donde la pureza de sangre definía la grandeza. Eran también conocidos por muchas otras cosas, pero lo que realmente los hacía temidos y respetados era su vínculo con los dragones. Cada miembro de la familia estaba vinculado a una de estas criaturas desde su nacimiento, un lazo que era tan poderoso que solo la muerte podía romperlo. Kendra Donnelly había crecido sabiendo esto. Desde que tenía memoria, le habían impuesto el honor de su linaje, el poder de su nombre, y la inevitabilidad de su destino. La oscuridad no era algo a temer, sino a dominar. Sin embargo, había algo en Kendra que, desde siempre, había sido diferente, una chispa que, en lugar de avivarse con las enseñanzas de su familia, parecía querer quemar todo a su alrededor.