Día 13, palabra 13: "cenizas" (ashes)
Alejandro despertó, estaba adolorido. Había recibido varios golpes y sangraba tanto de la boca como de la nariz. Sintió pánico al darse cuenta de lo que estaba pasando: tenía la cara cubierta con una capucha. Sus manos estaban atadas atrás de su espalda y su cuerpo dolía en varias zonas. Trató de levantarse pero de inmediato chocó la cabeza contra una superficie metálica. Se encontraba dentro de la cajuela de un auto...
El joven tuvo una súbita oleada de pánico.
—¡Ayúdenme! —gritó desesperado, mientras el vehículo en que era transportado se desplazaba a una velocidad moderada, en medio de las últimas horas de la madrugada—. ¡Alguien sáqueme de aquí!
Al volante, un maduro sujeto manejaba el viejo automóvil por esa carretera cercana al desierto de Sonora, alumbrando el desgastado asfalto con los faros bajos del auto. Con las manos en el volante, el tipo trataba de encontrar el sitio adecuado por dónde colarse a la terracería, buscando un punto en el que los matorrales no le estorbaran ni estropearan su carrocería.
—¡Alguien ayúdeme! —clamó nuevamente Alejandro, pataleando y tratando de dar golpes a la tapa de la cajuela para hacer todo el ruido posible. Pero aquello era inútil. No había nadie más a decenas de kilómetros a la redonda.
Su captor sabía muy bien cómo ejecutar su trabajo. No era ningún novato y había seguido a Alejandro durante un tiempo.
En el radio, un sujeto reportaba al menos cinco desapariciones más durante los primeros días de la semana:
"...informamos a toda nuestra audiencia sobre los últimos hechos que han acontecido en tema de violencia... Y es una pena decir esto pero, como se ha estado reportando por los medios oficiales de la secretaría de seguridad, en los últimos tres días se han reportado otras cinco personas desaparecidos y encontrado más cuerpos sin vida con peculiares señas de..."
El conductor subió el volumen de su radio y gritó:
—¡¿Ya oíste eso, cabrón?! —dijo, con una voz severa, áspera, y ese acento propio de la región—. ¡Están hablando de ti! —en la cajuela, Alejandro escuchó el sonido del radio e identificó la voz que le gritaba—. ¡Pronto tú también vas a ser noticia, hijo de la chingada!
—¡Eres un maldito! —respondió con odio y con angustia el tipo en la parte trasera del auto—. ¡Déjame salir de aquí, hijo de puta!
Aquel, por su parte, se rio de la apenas audible voz de su acompañante de viaje. "Ahora menos te voy a dejar ir, güey...", pensó, al tiempo que cambiaba de estación la radio para poner algo de música y hacer del viaje más ameno. Acto seguido, tomó un cigarro de una cajetilla que guardaba en la guantera, conectó el encendedor y a los pocos segundos lo encendió.
Tras unos minutos más, el sujeto viró el volante y se adentró por una vieja vereda, marcada todavía en medio de la vegetación del desierto, usada seguramente hacía algunos meses, muy probablemente, para ir a concluir "labores" como la que él estaba por realizar. Manejaba sin cuidado y procurando hacer brincar el coche lo más posible, mientras se reía ante los constantes golpes que suponía el muchacho maniatado y encerrado estaría experimentando.
Dentro de la cajuela, Alejandro sintió su cuerpo sacudirse repentinamente ante las irregularidades del terreno, dando tumbos de un lado a otro. Pero, apenas minutos después, el coche se detuvo de repente y su cuerpo se estampó contra el fondo del compartimento.
Enseguida, el aterrado joven escuchó que el conductor apagó el motor del vehículo. También le oyó apearse y azotar la puerta del carro bruscamente. Los pasos de ese tipo se aproximaron a la parte trasera del carro y Alejandro sintió su pulso acelerarse todavía más en cuestión de un par de segundos.
La cajuela se abrió y el aterrado joven escuchó de nuevo aquella voz dirigirse hacia él, con desdén:
—¿Disfrutaste el viaje? —preguntó sarcásticamente—. Ya llegamos. Ahora vamos a dar un paseo a pie —comentó, sujetándolo de los brazos y obligándolo a salir de la cajuela.
—¡No me hagas daño!, ¡déjame ir, por favor! —suplicó Alejandro, nervioso y con las piernas temblando de miedo, todavía sangrando de la cara—. ¡Por favor!
—¡Cállate, cabrón! Camina —le dijo, empujándolo por la espalda—. Si tratas de escapar te voy a romper los dedos—al oír esto, Alejandro no tuvo otra opción que comenzar a andar, a oscuras, dentro de la capucha que cubría su cabeza.
Ambos tipos caminaron por aquel terreno árido, en medio de algunas cactáceas y arbustos de plantas espinosas, entre los altos órganos del desierto. El viento apenas se sentía y el cielo comenzaba a aclararse. En el horizonte, una formación montañosa marcaba el punto por el que saldría el sol.
Recorrieron algunas decenas de metros y llegaron a una pequeña cuesta en una ligera elevación de la tierra. El muchacho fue obligado a subir, a cuestas, y siendo empujado con brusquedad. Al llegar a la cima del pequeño montículo, el tipo del carro le espetó:
—Ya es hora —dijo, sin inmutarse ante el horror del muchacho frente a sí—. ¿Tienes tus últimas palabras?
—¡Déjame ir, por favor! —respondió inmediatamente Alejandro—. Yo no he hecho nada malo... ¡No he hecho nada malo!
El hombre soltó una risa sarcástica.
—No cabe duda de que eres un pinche mentiroso, un hijo de la chingada... —dijo seriamente—. Sé muy bien lo que eres... y lo que haces...
—¡¿P-pero de qué mierda me estás hablando?! —preguntó furioso y horrorizado el joven.
—¡No te hagas pendejo! —contestó el otro—. ¿Acaso crees que no sabía lo que ibas a hacer en esa casa? ¿Eh? —preguntó, furioso—. ¿Crees que tú y tus demás amigos son los seres más listos? Pues no, cabrón... ¿Adivina quién te había estado siguiendo?
—¡No, te equivocas!, ¡déjame ir! —suplicó Alejandro, con el cuerpo temblando de pánico—. ¡No me mates!
En la lejanía, en el montañoso horizonte, el sol comenzó a emerger, despuntando el alba, filtrando su luz sobre la cordillera y alcanzando el sitio donde aquellos dos misteriosos sujetos, empezaron a recibir sus rayos.
El muchacho sintió el calor solar rozando su cuerpo y empezó a gritar al percibir el terrible escozor en su piel... Trató de zafarse del agarre de su captor, pero no pudo lograrlo.
—¡No!, ¡No hagas esto, por favor! —gritó, en medio del dolor, desesperado por huir de vuelta a la oscuridad.
—¡Vete a la mierda! —respondió aquel otro tipo, antes de dar un tirón a la tela de su capucha, quitándosela de la cabeza a ese convulsionante joven...
El rostro de ese tipo comenzó a arder en llamas al sentir los rayos del sol directamente sobre su piel y soltó alaridos infernales de terror y agonía mientras su carne y huesos se consumían en el fuego
—Mataste a varias personas... —dijo el dueño del auto, mientras veía arder los restos del cadáver de esa criatura disfrazada de hombre, quemándose rápidamente—. Pero por fin de encontré.
Para cuando el sol se alzó en el cielo, de aquel asesino, solo quedaron las cenizas...
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Noches de octubre: Cuentos de Horror y Locura © (18 ) | [EDITANDO]
HorrorLas noches de octubre pertenecen a los muertos, a los monstruos, a los amantes de lo siniestro; son noches de espantos, de brujas, de hombres lobo, de criaturas reptantes; noches de sueños inquietantes, de pesadillas, de alucinaciones con alimañas...