PRÓLOGO

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A

gazapada tras un mustio árbol partido en su mitad por las fuertes rachas de aire que azotan esta semana nuestra comarca.

«El clima ha enloquecido».

Desoladores días de sol abrasan nuestras praderas. Incendios incombustibles arrasan con todo lo que pillan a su paso, hectáreas de terreno han sufrido su ira y las ráfagas de aire nocturno avivan las llamas.

«Ni que el fin del mundo amenazara a gritos con su llegada».

El aspecto del lugar a mi alrededor es lamentable, para echarse a llorar. Y lo haría, sino fuera porque mi prioridad es sobrevivir.

Cojo amplias bocanadas de aire, cierro mis ojos con fuerza, me concentro para aprovechar al máximo estos breves instantes. Trato de recuperar el aliento a marchar forzadas, pero «tengo... poco margen. Si continúo sin moverme, ¡acabarán por darme alcance!».

Abro lo ojos con decisión, mi pecho sube y baja incesante; observo a mi derecha, luego a mi izquierda, estudio mis pocas opciones entre la oscuridad de la noche.

A un lado, la desoladora penumbra tan solo me deja entrever la arboleda calcinada que cuenta el devastador efecto que ha realizado el fuego con ella. Mi otra opción es algo más complaciente, aunque... poco más.

«Ya los oigo, ahí vienen... ¿Quién me persigue? ¿Por qué? Ojalá lo supiera».

La segunda opción gana la jugada: una casa ensombrecida, aunque no derruida del todo, podría servirme de guarida.

Me incorporo y un fuerte pinchazo abdominal me dobla. Me llevo las manos al vientre, y como si mi propio cuerpo abrasara, las retiro horrorizada. Miro mi barriga y compruebo lo que el tacto me ha dictado alto y claro: se muestra abultada, como la de una embarazada.

«¿Qué coño es esto? ¿Estoy...? ¡Dios mío!, ¿estoy embarazada? ¡Mierda! ¡¿Qué es esto?! ¿Un charco?».

Estoy empapada. Tengo el culo, y lo que no es el culo, piernas, y ¡hasta los pies! manchados.

«¡AAAHHH! ¡DUELE!». Caigo arrodillada, sostengo mi vientre con fuerza. «¡Duele, duele una barbaridad, es insoportable!».

Enfoco hacia la triste casa de mi derecha, al tiempo que veo pequeñas ráfagas de luz provenientes de linternas.

«Son ellos, ya vienen. Tengo que llegar hasta esa casa, sea como sea. Está casi en ruinas, no sospecharan que me haya refugiado en ella. Luego... —Observo desencajada por el dolor mi abultada barriga— veré que hago con esto».

Tras cuatro zancadas, reprimo mis alaridos de dolor, doblo hacia adelante y cuento escasos veinte segundos de insoportable sufrimiento.

, trato de avanzar con premura, hasta alcanzar la puerta. No me corto en aporrearla, darle patadas..., suplicando silenciosa que se abra, hasta que logro vencer a la oxidada cerradura.

Nada más cruzar el umbral, de rodillas. Me llevo las manos al vientre y cuento entre jadeos hasta veinte. Al remitirse el dolor, consigo abrir los ojos, elevo el rostro y observo a mi alrededor.

«¿Qué demonios...?».

Maravillada y extrañada por la incoherencia que me rodea, entreabro mi boca y miro a todos lados con incredulidad. Me rodea belleza y hermosura floral, el paisaje brilla y llama la atención con tanto colorido, como si me hubiera teletransportado a otro rincón del mundo. Me incorporo con suavidad, siento el mismo calor que antes, pero no por las fuertes llamas, sino por el cielo azul y despejado que luce un incandescente sol. Avanzo un par de pasos temerosa, como si temiera alertar a alguien de mi presencia invasora en propiedad ajena —algo que antes no había pensado, creí que sería una propiedad abandonada a su suerte, pero ahora mismo... me resulta inconcebible que este lugar lo sea—. Se trata de una casona enorme. Ante mí emergen unas pulidas escaleras de mármol que comienzo a subir recelosa. Al alcanzar la puerta principal, la empujo y quedo fascinada con los pórticos, cenadores repletos de preciosas y coloridas flores, balaustradas de madera envejecida...

«¿Cómo es posible? Era de noche, me perseguían; la casa... aparentaba ser una ruina. Ennegrecida por el calcinado paisaje, se veía diminuta y desoladora. Ahora es de día, el sol reluce y estoy aquí, admirando una gran finca, que diría que se puede encontrar hacia el sur del país...».

Taciturna, continúo con mi bagaje. Embobada, estudio con minucioso detalle cada rincón y, al cabo de unos segundos de observación, me quedo tiesa frente a un .

«Me ha impactado y desconcertado tanto encontrar toda esta incoherencia tras la oxidada puerta que he olvidado mis fuertes pinchazos abdominales y... —Reclino la cabeza— ¿dónde está mi abultado vientre?».

Por si todo ello fuera poco, al elevar de nuevo mi rostro, me enfrento al mayor de los sinsentidos. Mi reflejo en el espejo me muestra una gran mentira: una mujer joven, que bien podría decir que tiene cierta similitud conmigo, pero que, indudablemente, no soy yo. Su piel es pálida, posee una larga y lacia melena negra azabache, grande ojos castaños y su constitución es delgada en exceso. Además, sostiene a una preciosa bebé entre sus brazos, con la tez tan blanca como la de su protectora.

—¿Quién eres? —inquiero, desconcertada.

La mujer del reflejo eleva las comisuras de sus labios y me brinda en respuesta a mi inquietante cuestión una afable sonrisa llena de amor y comprensión, antes de responderme:

—Pronto lo sabrás.

HEREDERAWhere stories live. Discover now