Entré al ascensor, ignorando las miradas de mis empleados. Lucían extrañados y confundidos y con justa razón, yo tenía una sonrisa enorme en mis labios que pocas veces ellos habían visto.

Las puertas del ascensor se cerraron y me vi apoyando la espalda contra la pared de éste, rememorando los días que pasé con Bastian, sintiendo un exquisito placer al hacerlo. Así como el roce de mi ropa contra mis pechos y trasero me recordaba el dolor ocasionado por sus castigos.

Aun no se me permitía usar ropa interior y era algo molesto, pero excitante a la vez; poco a poco iba comprendiéndolo.
Las puertas se abrieron y sali de aquella caja metálica.

Mi asistente se acercó a mí alarmada en cuanto me vio, pero antes de que hablara la detuve.

—Yo me encargo, por favor que nadie nos moleste —dije dirigiéndome hacia mi oficina sin prestarle atención a su respuesta.

Me detuve frente a la puerta, suspirando profundamente y mostrando aquella mascara fría que me vi forzada a mostrar desde hace dos años.

Abrí la puerta y lo primero que vi fue a Cristianno de pie dándome la espalda. Su vista estaba fija en la calle, justo donde hace unos minutos Bastian me había dejado, estaba segura que me vio bajar del auto. Gracias al cielo no sabía a quién le pertenecía.

—Parece que tomaste como hobbie llenar mi móvil con mensajes y llamadas —dije cerrando la puerta detrás de mí yendo a mi escritorio, donde dejé mi bolso momentos después.

—¿Quién es? —espetó sin volverse a mirarme.

—No te lo voy a decir, no es de tu incumbencia, Cristianno —una risa seca escapó de sus labios. Dio la vuelta para mirarme.

Ahogué un jadeo al ver la furia en sus ojos. No había cariño, ni amabilidad, sólo enojo, molestia y una lujuria que me hizo estremecer de pies a cabeza, temblando levemente sin que él pudiese notarlo.

—No es de mi incumbencia —repitió mientras forzaba una sonrisa y negaba con su cabeza—. ¡Todo lo que se refiere a ti es de mi puta incumbencia! —gritó sin que yo me inmutara en lo absoluto. No le tenía miedo alguno.

—Tranquilízate —le dije en tono calmado.
Error. Él hizo todo lo contrario. Vino a mí de prisa, tomándome de los hombros y empujando mi cuerpo contra la orilla del escritorio.

Solté un quejido de dolor, no por el golpe, sino que mi trasero aun dolía debido a los azotes que Bastian me propinó.
Cristianno me sentó con facilidad sobre el escritorio y enredó su brazo alrededor de mi cintura y su mano libre fue a mi nuca, atrapándola sin darme oportunidad de escapar.

—Suéltame —le pedí calmada, aunque por dentro me moría de nervios.

—No —espetó—. Eres mía.

—Basta —dije empujándolo con mis manos, pero era inútil.

Él sin aviso me besó con rabia, transmitiéndome toda su furia. Yo no correspondí a su beso, me quedé estática, quieta como una estatua mientras él me besaba con premura.

Dios. Si Bastian se enteraba de esto me iba a ir muy mal. Maldita sea Cristianno.

No se apartaba de mí a pesar de que notaba como yo no respondía ni iba a hacerlo, sino me quitaba era porque simplemente no podía luchar contra él. Era más grande y más fuerte que yo. Sería una lucha inútil.

—¿Acaso te folla mejor que yo? —increpó apretando entre sus manos mi trasero, obligando a mi cuerpo a presionarse contra el suyo y la dura ereccion que crecía debajo de la tela de sus pantalones.

—Eres un idiota —espeté con enojo; las palmas de mis manos lo empujaron nuevamente, pero no cedía.

—¿Por qué, Savannah? ¿Qué te da él que yo no te pueda dar? —me cuestionó con tono desesperado.

La diferencia era mucho. Yo deseaba ser sumisa, disfrutaba mucho ser dominada, castigada, pero también mimada y protegida; Bastian me cuidaba, sabía manejar perfectamente el equilibrio entre el dolor y el placer, me brindaba su confianza y yo le daba la mía. Nuestra relación era maravillosa, me sentía liberada a pesar de ser su esclava, por el simple hecho de que cada decisión ya no recaí en mi, sino en mi Amo. Él se encargaba de buscar lo mejor para mí, quitándome un peso de encima.

Cristianno no. Él era dulce, salvaje en la cama, me dejaba llevar el control, poseerlo como quería. Bastian distaba mucho de ser como él, mi Amo era frio, tan frio e intimidante, que cuando sonreía y se relajaba conmigo, siendo dulce... Dios, simplemente era exquisito.

Y yo vivía a su lado una excitación a cada momento. Adoraba su perversidad, sus órdenes, sus regaños, ese cariño y esas palabras dulces que solía decirme de vez en cuando.

A veces me sentía como una niña traviesa, jugueteando y buscando un castigo ante la atenta mirada perversa de mi Amo, que esperaba paciente mordiéndose los labios hasta que me atrapaba en sus brazos y yo me entregaba por completo en sus manos, dándole toda la libertad de castigarme por portarme mal.

¡Dios! No, no quería perder eso. Había probado lo que era ser una sumisa y me negaba a renunciar a ello.

—Deja el tema Cristianno, por favor —le pedí. Su gesto se endureció, sus dedos se clavaron con saña en la piel de mis caderas.

—No —me dijo serio, con una voz que nunca antes había escuchado—. Tú eres mía, eso no lo va a cambiar nadie, ¿has entendido? —escupió gruñendo— Ya entenderás que conmigo no se juega.

—¿Ahora me amenazas? —susurré con enojo. Él sonrió y me soltó dando un paso hacia atrás.

—No. Sólo me voy a encargar de recordarte de quién eres —aseguró dando la vuelta y yendo hacia la puerta tranquilamente, pero con la tensión irradiando por cada poro de su piel.

—¡No soy un mueble! ¡Ni tengo un dueño! —mentí. Por supuesto que lo tenía.

—Soy yo y nada más que yo —respondió abriendo la puerta—, y si no eres mía, no voy a permitir que seas de nadie —y dicho esto cerró la puerta dejándome con una sensación extraña recorriéndome entera.

¿Qué demonios sucedería ahora?

Deseo ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora