Me quedé ahí sentada, o más bien desparramada, no sé por cuánto tiem- po, pensando en no sé cuántas posibilidades y formas distintas de ase- sinarlo. Pasé de lo más doloroso a lo más estúpido, hasta que no pude seguir el proceso porque las neuronas se me aturdieron y el estómago me empezó a rugir como si me hubiese tragado a un león vivo.
No quería salir de la bodega; en cualquier minuto podía volver el intruso y adueñarse de lo que era mío. Tenía que marcar territorio, y si eso implicaba levantar una pata y mear como una perra, lo haría.
Finalmente, después de tanto pensar, descartar y sumar ideas, mi lista de cómo asesinar a Copeland quedó más o menos así:
1. Metiéndole hormigas rojas en el pantalón.
2. Lanzándole un tarro de gusanos por la cabeza.
3. Enterrándole un tenedor muchas veces. (Probablemente moriría más por mi compañía que por el tenedor)
4. Con arsénico.
5. Enterrándolo vivo en el patio trasero de mi casa.
6. Empujándolo desde el balcón.
7. Sacándole los pelos uno por uno.
8. A besos
9. Hundirle el rostro de modelo de Calvin Klein en el baño, escusado, inodoro y tirar la cadena. No importa si el baño está sucio
10. Ahogarlo con su propia lengua.
Tenía definitivamente el cerebro frito.
Puto.
Tenía el cerebro frito.
Puto.
Puto, puto, puto.
Definitivamente las perras no sabemos planear muertes.
Doblé mis piernas y puse los pies en el suelo con la espalda pegadaa la madera. La hora había pasado y tenía flojera, así que decidí que sim- plemente no iría al entrenamiento, y eso que había venido solo por eso.
Me sentía particularmente extraña después del momento vivido con el idiota. Algo me ardía, supongo que el no haber encontrado las palabras adecuadas para responderle como a mí me gustaba. Pero aquí estaba, con una sensación del demonio y algo de dolor estomacal, ahora no ficticio. Eso me pasaba por mentir con mi enfermedad para faltar a clases. Me sentía insignificante, atrapada en algo tan pequeño, siguiendo las normas que tengo impuestas por ser simplemente una adolescente de diecisiete años —bañarse, depilarse, ir al colegio, estudiar, dormir, lle- gar a la hora, pedir permiso, tener buenos modales, estudiar con gente que odio y un gran e infinito etcétera—. Tengo, además, otras tantas obligaciones solo por el tipo de vida que me he inventado. En un prin- cipio sentí miedo por la popularidad que estaba alcanzando: es como si de pronto las miradas sobre ti se intensificaran y te enteraras de más cosas, te llegaran más invitaciones a fiestas y más gente desease estar a tu alrededor. Yo a todo eso me podría haber negado, podría simplemente haberme hecho bolita como un chanchito de tierra para luego ir rodan- do por el colegio sin pena ni gloria, pero no, yo no quería eso. Quería atención y necesitaba un escudo. En un principio me agradaba, pero lue- go comencé a autoanalizarme y noté que todo eso era una mierda. Podía tener cientos de seguidores en Facebook, miles de amigos, muchos likes en mis fotos de Instagram, estar rodeada de cientos de personas, siempre andar del brazo de alguien y proteger a mi familia de las habladurías por el respeto que había adquirido, pero nada de eso valía la pena en serio. Los chicos de todos los grados se me empezaron a acercar solo porque era popular y eso te hace automáticamente deseable. La gente se pregunta: «¿por qué ella tiene tanta atención?». Y luego viene la picada de bicho: «Yo lo quiero comprobar, yo quiero tener a la chica más popular y salir con ella, todos lo comentarán y quedaré como el puto dios que soy, aunque al final me quedaré con una chica tranquilita, silenciosa, lectora de libros y más cínica que el demonio; jamás con la popular, eso me transformaría automáticamente en Kent y yo no estoy para eso». Maldita lógica. Todos olvidan, incluso mis propios amigos, que ellos se me acercaron en un inicio por lo estúpida y niña que era.
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[EN LIBRERIAS] Yo soy la perra (YoSoy#1)
RomanceSoy Savannah, la representante de todas las malas de las novelas.