By DanaRosnemt
Son las siete y poco. Carlos no logra saber los minutos con exactitud porque parte de la almohada le tapa los números del despertador. Tiene la cabeza tan hundida en ella que incluso siente que le cuesta respirar. En estos mismos instantes, hay alguien aporreando la puerta del cuarto en el que, hasta hace poco segundos, él se hallaba durmiendo plácidamente. Pero a su “yo” adormilado ese follón se le antoja como algo ajeno, no lo asocia consigo.
Al otro lado de la puerta, la exasperación comienza a devorar la sangre de un hombre de cabello cano y bigote espeso. Lleva alrededor de dos minutos golpeándola y gritando. Ya no sabe qué hacer para despertar al joven que, asume, duerme en el interior.
—¡Carlos, hijo, levántate!
—¿Qué quieres, papá?
Carlos cede, pero sigue haciéndose el remolón en la cama tal y como hacía todos los lunes cuando tenía diez años (la única diferencia es que él ahora tiene veintidós). Siente que algo anda mal en su cabeza esa mañana; un aturdimiento extraño, un malhumor injustificado. No tiene ganas de levantarse a abrir la puerta y no piensa hacerlo.
—¿Te importaría cubrirme esta mañana? No me encuentro bien. Ya he hablado con Rosa y Eva para que se apañen por la tarde.
Pensándoselo mejor, debería abrirla. Carlos se pone en pie y se dirige a la puerta. Su padre lo mira indescifrablemente ahora que la madera ya no los separa. Sin lugar a dudas, está demasiado acostumbrado a esa clase de comportamiento por parte de su hijo.
—Pues claro que no.
Su padre le sonríe afectuosamente y al hacerlo su bigote se ensancha. Es un bigote muy italiano; según Carlos, al más puro estilo “Mario&Luigi”. Si se lo comentara a su padre él se enfadaría horrores porque a él le gusta pensar que su nacionalidad española sigue intacta. No tarda en marcharse, pues sabe que su hijo ya va justo de tiempo.
Andrea.
Es entonces cuando Carlos ojea el reloj. 7:31. Recepción y cocina abren a las 8:00. Respira. No le gusta ponerse nervioso por cuestiones de tiempo; es muy consciente de que la histeria no hace a nadie recuperar los segundos perdidos. De unos cuantos tirones, descuelga su uniforme de las perchas y lo saca del armario. Camisa blanca, pantalones granate de corte recto, corbata del mismo color —desgastado tras múltiples lavados—, zapatos de piel negros. No se mete la camisa por dentro de los pantalones ni se ajusta la corbata al cuello como debería porque sencillamente odia esa clase de formalismos. Ser hijo del dueño del hotel donde trabaja le permite, por suerte, esta clase de ventajas. Andrea.
Recién vestido se apresura a la panadería bajo el hotel, en la acera de en frente. Por encargo, cada mañana les tienen preparadas varias bandejas con dulces, pastas y pastelillos. La panadera, una mujer gruesa de pelo corto y rizado, saluda alegremente a Carlos cuando lo ve llegar. Hace mucho tiempo que cuentan con sus servicios para el desayuno del hotel, así que está familiarizada con todo el personal. Sin necesidad de palabras va corriendo a por su comanda: bandejas cubiertas con papel grueso, atadas con un lazo amplio. Andrea
Cargado como una mula, Carlos sube de dos en dos las escaleras. Su destino es el cuarto piso (una de las tres plantas que ocupa el hotel). Pasa de largo por una recepción vacía, entra al comedor y deja en su lugar correspondiente las bandejas. Colca servilletas y cubiertos sobre la superficie redonda de las mesas siguiendo limpiamente el protocolo. También corta rodajas de pan y las coloca en una cesta, y saca paquetes monodosis de miel, queso y mantequilla. Es a lo que está habituado. Ese es su trabajo. Y lo tiene por la mano.
ESTÁS LEYENDO
La chica de los vestidos [...Editándose...]
Short StoryUna chica tan misteriosa como atrayente. Su personalidad, belleza y seguridad en sí misma son tan absorbentes y magnéticas que no encuentras ojos para mirar otra cosa. Ella es como un pájaro, no tiene miedo de desaparecer en el azul del cielo y deja...