Prólogo

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Abril no solía ser nunca un mes tan caluroso. Por norma, la lluvia empapaba las calles día sí y noche también, siguiendo un famoso refrán español. Sin embargo, aquella noche Lorena se alegraba de ver la noche tan clara, sin una nube que perturbase un cielo magnífico; o quizá sólo era su propia ilusión de, que a sus dieciocho años, tenía todo lo que podía desear al alcance de la mano.

Se encontraba asomada a la ventana de su dormitorio de Zaragoza, vestida de fiesta y lista para salir con su novio a comerse la noche como solían hacer los fines de semana que podían estar juntos. Al salir por el portal unos minutos después, de entrada no lo vio y se preocupó. Pero todo temor se diluyó cuando unos dedos suaves rozaron su muñeca y le hicieron girarse.

—Lorenita, mi reina —susurró Víctor, con aquella maravillosa sonrisa bajo la barba recortada con esmero y sus ojos oscuros clavados en los de ella.

Lorena se acercó para dejarse abrazar y besar sin pega, deseando que el momento no terminase jamás. Cuando él le ofreció el brazo, ella lo sujetó con recato y se dejó conducir por las calles de la ciudad hasta su destino. La sala de fiestas estaba en pleno apogeo, con luces, música y gente revoloteando por todas las esquinas. Lorena se adelantó unos pasos, soltando a Víctor por un segundo, para admirar el espectáculo en todo su esplendor. Sin embargo, cuando se giró para llamarlo y que se uniese a ella, la escena que se mostró ante sus ojos la dejó congelada en el sitio.

—Hola, Lorena —susurró su amiga Elena, firmemente aferrada por el brazo de Víctor en torno a su cintura—. ¿Te unes?

—Eso —susurró Mariola, dejando apenas de lamer el lóbulo de la oreja a su novio—. Vente con nosotros y disfruta.

Lorena jadeó, pero se sentía incapaz de moverse. Menos aún cuando vio la sonrisa encantada que le dirigía aquel al que había jurado amor eterno hacía no demasiado tiempo y con el que esperaba pasar el resto de su vida.

—Vamos, mi reina, no te pongas así —la regañó él entonces, con lo que parecía medio puchero cargado de falsedad—. Sabías que esto podía pasar.

La aludida notó cómo su respiración se aceleraba. No podía, no quería creerlo... No era posible; pero sólo pudo gritar cuando comprobó que la escena parecía muy real, más de lo que su cuerpo podía soportar. Se tapó la cara con las manos y aulló su desesperación, sin importarle siquiera las risas de Víctor y sus supuestas amigas unos metros más allá...


Cuando Baje el Sol de Enero (Estaciones #1) (v.1.2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora