Cinco años después de Amanecer, las cosas parecen ir relativamente bien tanto para la familia Cullen como la manada de los Quileute.
Sin la amenaza constante de Aro y el resto del clan Vulturi, se podía respirar la paz y la calma en el ambiente.
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Desde que era una niña, Noah descubrió que existían dos tipos de personas en el mundo:
•Las personas que irradian confianza y naturalmente triunfan en la vida.
•Y aquellas que esperan que esas personas mueran en una devastadora explosión.
Sus dos hermanos, Darien y Nathan, habían sido ganadores desde el día uno y tenían cientos de admiradores.
¿Su más grande admiradora? Su mamá.
Pero para Maryse Riley, Noah siempre había sido uno de sus más grandes problemas y dolores de cabeza.
Jamás habían logrado congeniar en lo absoluto. Y el único que realmente podía manejar a las dos, era su papá, Tom Riley.
Tom tenía una tarea casi imposible: Tener que lidiar con su esposa y su hija.
Pero él nunca pareció tener problemas con eso.
— Tierra llamando a Noah.
Agitando su cabeza de forma vehemente para salir de su ensoñación, Noah bajo el libro que hasta ese momento había estado sosteniendo delante de su rostro, de tal forma que solo sus ojos quedarán a la vista, y miro a su madre, quien se encontraba conduciendo mientras miraba maravillada algo por su ventanilla.
— Mira, allá está tu futura escuela — dijo con más emoción de la debida —. Mira, Nathan, allí está la que será su escuela.
Noah le dirigió una mirada a su hermano Nathan, quien se encontraba profundamente dormido y babeando en el asiento trasero del Nissan March azul de su madre. La chica cerró su libro y luego le dio un fuerte golpe en el brazo con él para despertarlo.
— ¿¡Qué!? ¿¡Qué!? — preguntó sobresaltado, limpiándose con la mano el pequeño hilo de saliva que le escurría por la comisura de la boca.
La chica puso una mueca de desagrado ante eso.
— Que asco — murmuró virando los ojos.
— Mira, Nathan, allá está, la preparatoria de Forks — volvió a decir Maryse.
