Treinta y séis

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Gaspar nunca había conocido a sus verdaderos padres.

En su lecho de muerte, entre la enfermedad y la suciedad, la mujer a la que llamaba "madre" le había confesado la verdad de su identidad. De su naturaleza.

―Se llamaba Miryam ―le dijo la mujer―. Tu verdadera madre se llamaba Miryam.

Le contó que las dos mujeres habían pertenecido a una secta satánica. A Gaspar, a sus diez años, esto le pareció casi cómico, había oído ese término en el televisor de la estación de trenes donde solía ir a mendigar, en las noticias sobre actos vandálicos y bandas de rock extravagantes. Nunca creyó realmente que la gente podría adorar al Diablo; a San La Muerte como lo hacía su madre, claro; pero a aquel personaje de cuernos rojos, no. Sin embargo, cuando la mujer continuó su relato, todo el humor desapareció y solo fue capaz de sentir asco y horror. Su "madre" y su verdadera madre, Miryam, eran adoradoras del Demonio, del real. Participaban de rituales de fuego, sangre, sexo y dolor. Entregaron su cuerpo, alma y voluntad a los demonios que deseaban poseerlas y hacer con ellas lo que quisieran. Se dejaban hacer daño y hacían daño a otros. Incluso a niños pequeños que eran llevados al bosque por las brujas.

Hasta que una noche ÉL escogió a Miryam. Poseyó su carne y de ese acto nació un niño de ojos oscuros como el abismo. Cuentan que cuando el recién nacido articuló su primer llanto, los cuervos y murciélagos volaron a su llamado.

―Tu madre murió en el parto. No aclanzó a verte, siquiera ―le confesó la bruja, sin pena alguna. Lo miró con aquellos ojos marrones y turbios como el agua estancada en los que nadie se atrevería ahondar―. Pero todos celebramos tu llegada. Te habíamos esperado tanto, mi señor. Mi príncipe. El que se convertirá en el rey de los mago.

No podía estar hablando de él. Gaspar no podía ser realmente el niño al que aquella mujer se refería. Pero ella continuó, su voz cada vez más apagada y distante.

―Y en sueños ÉL me habló. Mi señor ―dijo y por primera vez en mucho tiempo, Gaspar vio algo de luz en sus ojos―. Me dijo que te alejara de los otros. Que te escondiera. Yo fui su fiel sierva, obedecí sin cuestionar. Te tomé en brazos y corrí lejos de nuestro hogar mientras las llamas lo consumían todo. Allí quedaron mis compañeros, mis hermanas y mis hijos. Pero yo seguí corriendo. No podía desobedecerlo. Nadie más debía saber de ti hasta que estuvieras listo. Hasta que él te reclamara.


Gaspar no había pensado en su madre falsa desde que esta había muerto, dejándolo solo en el mundo. No pensó en ella mientras mendigaba y robaba en las calles, vendiendo todo lo que tenía, incluyéndose a sí mismo. No pensó en ella cuando su magia comenzó a escapársele de las manos. Ni cuando el Director lo encontró, tirado en un callejón apenas vestido con harapos en el frío invierno, medio muerto de frío, medio muerto de hambre. Medio humano, medio bestia.

No pensó en ella, pero sí en su relato cuando siguió a Basil y Laura por aquel panteón. Y durante cada noche que pasaba en la Academia. Pensaba en ella y su relato ahora, con las manos manchadas de la sangre de sus compañeros, con las apresuradas explicaciones que salían de la boca de Hugo, con la fría y escandalosa confirmación del Director.

―El heredero de este mundo. El hijo del Señor del Infierno, nacido de la carne humana. El Anticristo ―había dicho el Director.

―¿Pero qué está queriendo decir? ¿Gaspar es...? ―preguntó Margot con voz ahogada.

―¿Es el Anticristo? ¿El de la Biblia? ―preguntó Hugo igual de horrorizado.

Los dos muchachos miraban al Director con sus claros ojos abiertos por la sorpresa, el color se había escapado de sus rostros y su voz se quebraba de la impresión. Los profesores no parecían estar menos sorprendidos, miraban al Director con incredulidad e indignación. ¿Cómo se atrevía a decir semejante cosa así como así?

Lecciones OscurasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora