Parte IV. Los horrores de la sombra

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"Más allá de este lugar de lágrimas e ira

yacen los horrores de la sombra."

William Ernest Henley

El Director entró sin pedir permiso o invitación alguna. No la necesitaba; él la había creado, junto con todo el Infierno. Su dominio, el hogar que había creado para sus hermanos y súbditos. Lo había creado con lágrimas, furia y anhelo. Y aunque le divertía la imagen que los humanos tenían de él, fuego, oscuridad y sufrimiento eterno, lo cierto era que cada rincón infinito existía para adaptarse a las sombrías y morbosas necesidades de su progenie.

Ahora mismo, por ejemplo, se encontraba en un majestuoso invernadero de cristal repleto de todas las plantas florales que hayan existido jamás. Desde flores tropicales hasta cactus que florecían con la frecuencia de un milagro, pasando por rosas de todos los colores. Entre medio había algunos bancos de piedra y mesillas repletas de macetas y elementos de jardinería. El Director rodó los ojos y sujetó un pañuelo contra su nariz. El aroma dulce y cálido de las flores le repugnaba, era demasiado nostálgico. Se parecía demasiado a aquel lugar.

―¿Qué te trae por aquí, hermanito? No te he visto desde hace... un par de milenios, ¿quizás? ―dijo una voz grave como un trueno y profunda como el mar.

Su hermano siempre había poseído una presencia y oratoria que lo convertía en el centro de la atención en medio del caos. Por eso lo había escogido para que liderara a las legiones de demonios. Nadie desobedecería una orden pronunciada por él.

Pero, así mismo, su querido hermano podía ser un completo idiota.

―Por nuestro Padre, ¿qué se supone que haces?

Entre las flores de todos los colores y formas más allá de la imaginación había un demonio con el doble de su tamaño. Apenas llevaba puesto un pantalón y una camisa, oscuros, ligeros y que luchaban por contener sus marcados y enormes músculos. La camisa estaba arremangada y dejaba ver las heridas que habían dejado las espadas sagradas de los ángeles que lucharon contra ellos. Líneas rojas e irregulares de carne fresca que jamás cicatrizarían. Él nunca ocultaba esas cicatrices de guerra. No olvidaba lo que sus hermanos le habían hecho. Lo que Padre permitió.

―Jardinería. Dicen que podrían ayudar con mis problemas de ira ―respondió con calma, sin quitar la mirada de los brotes de lirios que comenzaban a crecer.

El mayor idiota desde la Creación.

A veces no podía creer que la humanidad temiera hasta la más mísera mención del nombre de su gran y tonto hermano; mientras que apenas reaccionaban al suyo. Y, sobre todo, le ofendía de sobremanera que los confundieran.

―A lo que me refiero, grandísimo idiota ―dijo el director, esforzándose por mantener la compostua―, es ¿qué crees que estás haciendo enviando alimañas para molestar a mis estudiantes?

Su hermano dejó por fin de juguetear con sus plantas y se volvió hacia él, sacudiendo sus garras llenas de tierra despreocupadamente por sus pantalones. Tenía los ojos de un rojo intenso al igual que él. Pero, mientras que los del Director eran como los de una serpiente; los de su hermano se asemejaban a los de carnero. Su piel era más clara, pero seguía siendo de un tono bronceado que combinaba con su cabello dorado. Lo llevaba corto y elegante entre sus cuatro cuernos, unos que se enroscaban a cada lado de su rostro como los del Director y otros dos que se levantaban sobre sus cabeza, rectos y estilizados.

―No voy a hacer como que no sé de lo que me estás hablando. Pero, creéme que yo no estoy implicado en ese incidente ―contestó, cruzándose de brazos. Todo en él emanaba seguridad, poder y el instinto de arrodillarse ante él suplicando misericordia.

―Teníamos un trato. Esa tierra era mi dominio. No impondrías tu poder en él, no manipularías a mis demonios ―rugió el Director. Sus manos eran garras cubiertas de escamas, sus ojos fuegos del infierno, su voz un presagio de muerte.

Su hermano se lo quedó viendo, impasible. Finalmente le recordó:

―Son los siervos los que reconocen a su señor. Y así como nosotros nos revelamos a Padre para seguirte a tí, los siervos de tu dominio se te revelan para seguir a un nuevo señor. El hijo de esa tierra. Aquel que muchos han esperado y profetizado.

―Y que casualmente es tu hijo ―agregó el Director.

―Jamás me he contactado con él, ni en sueños ni en vigilias, si eso es lo que te preocupa. La única vez que interferí en su vida fue para darte aviso de su existencia. Después de todo, tú eres bueno con los niños.

―No me tomes el pelo.

―Pero es la verdad ―defendió su hermano con un encogimiento de hombros y en sus bestiales ojos casi creyó ver un atisbo de lástima―. Amas a los humanos. Los amaste desde el inicio del Tiempos, por sobre nuestro Padre, cuando inocentemente le otorgaste libre albedrío; aunque eso los destruyó. Aún ahora intentas otorgarle poder y conocimiento. Los amas tanto que los lastimas.

El Director, apaciguó su ira, no iba a dejar que su hermano influyera en él. Se acomodó su traje y comenzó a caminar hacia la salida. Su único saludo fue:

―Ya recordé por qué detesto hablar contigo.

―Ya te lo he dicho, hermanito. Tarde o temprano tu juego de la escuelita se estrellará en tu cara.

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