Capítulo 10

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Todavía no había acabado de llenar de agua el cubo de la fregona cuando Niall apareció en el umbral de la puerta. Louis se quedó mirando su traje impecable entrecerrando los ojos para que no lo cegase el sol que asomaba en el horizonte.

—...Buenos días —saludó. Niall asintió.

—Hola. Necesito que bajes al pueblo.

Levantó las cejas.

—Oh. —Se agarró a la fregona, dudando en el sitio—. Iba a fregar los baños.

—Puede esperar. Necesitamos esto lo antes posible y yo tengo una videoconferencia en cinco minutos—. Le tendió varios billetes y una nota escrita a mano; había varias palabras escritas que no entendió. Boqueó al verlo darse la vuelta para marcharse.

—¿...Son medicamentos? —preguntó en voz alta, antes de perderlo de vista.

—Sí. Te reembolsaré el coste de la gasolina, claro.

—Eso no hace falt... —Pero no siguió; podía oír sus pasos agitados por las escaleras.

Suspiró y apartó el cubo a un lado con el pie.

Mañana de excursión.



La tienda estaba abarrotada de cajas y cachivaches. Un mostrador enorme la atravesaba de lado a lado como la barra de un bar, y a su alrededor había máquinas que no reconocía, y algún instrumento que había visto utilizar a Harry.

—¿Te has perdido?

Se volvió. Había una mujer alta tras el mostrador, embutida en un mono de trabajo azul oscuro. Tenía el pelo gris recogido en una trenza despeinada, y parecía tan incomodada con su presencia como si hubiera encontrado un mosquito en su café.

Negó con la cabeza y se sacó la nota del bolsillo.

—Necesito algunos medicamentos.

—Déjame ver. —La mujer sacó unas delicadas gafas y se las puso, pero se quedó mirándolo por encima de los cristales, con un interés renovado—. Nunca te he visto por el pueblo. ¿Eres nuevo?

Se encogió de hombros.

—Trabajo en una de las granjas.

—Oh, claro. —La mujer tecleó en el ordenador, aparentemente apaciguada. Desapareció en la trastienda y la oyó arrastrar algo.

—Es un trabajo duro, ¿no? —exclamó desde allí—. Eso soléis decir los del norte. Los que duráis, quiero decir.

Louis parpadeó. Estaba planteándose si debería ofenderse o no cuando la mujer apareció de nuevo, con varias cajas de cartón.

—Supongo. —Dejó que empujase varias cajas pequeñas en su dirección—. No llevo demasiado tiempo aquí todavía.

—Te acostumbrarás. Todos los ranchos son iguales. En este condado hay al menos veinte. —La mujer sacó un cúter y cortó un trozo de la etiqueta de cada caja—. El más grande es el de los Styles —siguió diciendo—. Son cuatro hermanos; de pequeños parecían una postal, tan pequeñitos y rubios. El padre era el mayor hijo de puta que ha dado Texas. Que dios lo tenga en su gloria.

Asintió despacio.

—El mayor hijo de puta —repitió, y ella asintió con entusiasmo; hizo una mueca mientras cerraba las cajas con cinta marrón.

—Edgar. ¡Cielos! Podías rezar para no encontrarte con él mientras vivía. Un vividor, un borracho, un liante. ¡Le rompió la nariz al sheriff! Era un diablo.

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