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Existe un mito:
Se dice que los gatos y los perros cuando sienten que su hora de morir ha llegado, se alejan de sus dueños para no causarles dolor, mueren solos pero agradecidos con aquellos que los cuidaron y amaron.
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El ojiámbar se acostó en la cama y envolvió entre las sabanas, enroscó su cuerpo en un intento de conciliar el sueño pero ese trabajo le estaba resultando imposible debido al dolor en su cuello, aquella zona ardía mucho. Apretó las cobijas hasta que sus dedos rompieron la tela, su respiración iba aumentando en velocidad, apretó sus dientes hasta que estos rechinaron. Lo odiaba, odiaba recordar ese aroma en el omega, su alfa interno lo estaba castigando por fallar en proteger al menor de otros de mayor casta.
Tal ves debería dejar que su ex-pareja reiniciará su vida, ya no figuraba en ella.
Pero.
No quería.
Un escalofrió recorrió su cuerpo. Sus ojos brillaron en la oscuridad, no ¡USA era suyo! Su omega lo estaba llamando ─ ¡Mierda! ─ golpeó sus nudillos en la pared con ímpetu, pequeños pedazos de la pintura sólida cayeron al suelo.
Llevo sus manos temblorosas hasta sus cabellos blancos, los jalo, algunos pelitos se quedaron en sus dedos. Estampó su cabeza contra el concreto, lentamente fue bajando hasta que sus rodillas tocaron el piso, la Madre Luna cubriendo el planeta con su manto negro fueron los únicos testigos de como el salvajismo consumió la mente y corazón del alfa que buscaba el arrepentimiento frente a acciones sinceras que contrarrestaran las anteriores.
Garras, grandes caninos y pupilas teñidas en bermellón se lucieron a la luz de luna.
Empujó el cristal de la ventana y echó un vistazo fuera. Miro bien el lugar y se lanzó por la ventana, cayendo cerca unos arbustos, debido a su flexibilidad no sufrió ningún inconveniente.
