Trece

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Lo último que Emil recordaba antes de ser tragado por la oscuridad era la voz de Aleister gritando su nombre.

Lo habían encontrado cuando ya se había desecho de los gevaudan. Estaba agotado, hacía mucho que no había usado tanto poder; ese poder. No había podido controlarse. Sin embargo, apenas tenía algunos cortes en sus brazos causados por las garras de las bestias. Aquellos demonios menores nunca habían tenido una posibilidad contra él. No, mientras estuviera solo.

Aleister lo encontró de pie, en medio de los árboles que él mismo había cribado; sus troncos parecían haber sido cortados por una gigantesca guadaña, la madera ennegrecida. Los cuerpos de los gevaudan se habían desintegrado en pequeños montículos de cenizas que estaban siendo dispersados por el viento otoñal. El aire apestaba a azufre y frutas podridas.

Emil se volvió hacia su colega y, por un segundo, Aleister creyó ver algo en sus ojos cristalinos. Algo que no alcanzó a reconocer antes de que desapareciera, pero que le dejó un inexplicable eco de terror dentro de su pecho.

―¡Emil! ¿Estás...?

―¿Rodia y los niños? ―preguntó este en cambio.

―Están bien. Ellos nos alertaron ―alcanzó a decir el profesor de Pociones antes de que las piernas de Emil perdieran toda fuerza. Aleister se apresuró a sostenerlo, sorprendido por lo ligero que era el cuerpo de su compañero, apenas si pesaba lo que un niño―. Los protegiste ―le dijo, pero Emil ya había sido reclamado por los brazos de Morfeo.


Emil se despertó horas más tarde en una cama que no era suya. Le tomó un momento darse cuenta de que se encontraba en la enfermería de la Academia. Era un ala rectangular con un techo alto que separaba los diferentes espacios con biombos. Las antorchas con luces tenues y la colcha sobre su cuerpo no ayudaban a aligerar el frío del lugar.

Emil se encontraba entre dos biombos decorados con grabados de esqueletos recogiendo flores de lirio araña. El aroma a las hierbas medicinales de Alei inundaba el lugar.

Recordaba la última vez que había estado allí: justo después de la prueba de séptimo grado. Tuvo una sensación fantasma de dolor en todo su cuerpo y de un vacío en su corazón. Casi podía sentir el fantasma de un beso frío en sus labios. Los ojos marrones de Rodia cuando le asestó el golpe final, lanzándolo Abismo.

Emil soltó un tembloroso suspiro para quitarse aquellas sensaciones de encima.

Se quedó un momento quieto, tanteando su el estado actual de su propio cuerpo. Salvo por unos rasguños en sus brazos, que se encontraban desnudos y vendados, estaba bien. Estaba agotado por haber usado tanta magia de aquella, pero aquello podría solucionarse con una siesta. Si es que se lo permitía.

Emil ya se estaba levantando, cuando escuchó un gruñido y un improperio.

Tomó sus anteojos y una bata de lino que alguien había dejado colgada en el biombo y se cubrió el pecho desnudo. No le agradaba su aspecto desaliñado, con el cabello suelto, pero aún así rodeó el biombo para encontrarse con Rodia en el cubículo contiguo.

Este se encontraba sentado en su cama. Su pecho desnudo estaba rodeado de vendas y el aroma mentolado del cataplasma se mezclaba con su perfume -sándalo y madera quemada.

―¿Qué haces? ―inquirió Emil al ver a su compañero quitarse las vendas sin cuidado.

―Están flojas y... mierda ―gruñó, sin poder acomodar las cintas alrededor de su torso.

Emil soltó un suspiro cansado. Podría ignorarlo. Pero una herida de demonio tan profunda como la que había recibido Rodia no se curaba tan fácilmente y si seguía jugueteando así, se le infectaría; lo que solo sería una molestia. No quería que el trabajo de Alei se desperdiciara.

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