Cap. 8 - Escena 2

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Lo siguieron por las calles, unos pasos por detrás. Algunas personas voltearon las cabezas al verlos, pero Ludwig mantuvo los ojos al frente y la espalda bien derecha, como cualquier hombre que no tuviera nada que ocultar.

El portero se sobresaltó cuando lo vio llegar tan temprano, pero le abrió la reja. Ludwig le ordenó que llamara a todos los sirvientes de la casa y los reuniera en el vestíbulo.

—Estos dos buenos caballeros están llevando a cabo una investigación y creen que pueden encontrar algo en la casa que los ayude a solucionar el caso —les explicó Ludwig—. Os ruego a todos que los ayudéis tanto como podáis.

—¿Se supone que los dejemos vagar por la casa a su antojo? —preguntó la doncella mayor, abriendo los ojos de par en par.

—No les prohibáis el acceso a ninguna habitación en la planta baja —dijo Ludwig—. Yo los guiaré a las habitaciones superiores y al estudio de mi padre.

—¡El señor Hase no lo permitiría! —exclamó la doncella.

—Mi padre es un hombre probo y respetuoso de la ley. Yo mismo le escribiré más tarde explicándole las circunstancias. Ahora, por favor...

El rubio le echó una mirada de reojo cuando pasaron. Ludwig le devolvió una sonrisa de confianza. Modelar su comportamiento de acuerdo al de su padre parecía estar funcionando, porque el bigotudo regresó al cabo de diez minutos, con la cara neutra de aburrimiento.

—Creo que vuestra doncella piensa que nos robaremos las cucharas de plata —comentó, con sorna.

—Henrietta ha estado muchos años con la familia y es leal a mi madre —explicó Ludwig.

A pesar de lo cual, solamente se había molestado en llamarla por su nombre estas últimas semanas. No era culpa suya. Los sirvientes iban y venían de la casa con bastante regularidad y él siempre fue malo para recordar nombres y sus correspondientes rostros. Pero el guardia no necesitaba saber nada de eso.

—Conocemos a vuestro padre —le comentó el bigotudo—. Siempre es generoso con nosotros cuando sus mercancías llegan al puerto y necesita un poco de seguridad adicional. A vos no os conocemos tanto, porque estáis en un negocio diferente, pero estoy seguro que sois tan honesto como él.

—Aspiro a serlo —dijo Ludwig, bajando los ojos con humildad.

El rubio se tomó su tiempo para regresar, seguido de la leal Henrietta, con su cofia ladeada y ojillos de víbora.

—¿Habéis visto suficiente? —preguntó, sin disimular su molestia.

—Iremos al piso de arriba —anunció el rubio.

—Rolf, realmente no creo que todo esto sea necesario —dijo su compañero, con un resoplido de exasperación—. El señor Hase ha sido más que amable con nosotros a pesar de tu actitud.

—Es verdad, ha cooperado —concedió Rolf—. Pero aún así me gustaría echar un vistazo al piso de arriba. En particular a sus habitaciones.

—Claro, por supuesto —accedió Ludwig.

A las habitaciones de sus padres, de Rapunzel y de Frau Anselma apenas les prestaron atención. El estudio de su padre era pequeño, con estanterías llenas de sus libros de cuentas, el escritorio de madera instalado delante de la chimenea y un par de sillones donde a veces se sentaba con sus socios a beber sus licores importados.

El bigotudo apenas pasó de la puerta, pero Rolf entró, analizó los estantes y se agachó para mirar debajo del escritorio. Fue igual de minucioso en su inspección de la habitación de Ludwig, mirando debajo de su cama, dentro de su armario, e incluso abriendo alguno de los cajones de su escritorio.

El cuento del relojeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora