Es de noche nuevamente y estoy afuera. Afuera, caminando sobre luces de lámparas callejeras, en una avenida vacía y helada. Es tarde y todo el mundo se encuentra en sus casas, probablemente cenando o compartiendo un momento de familia, al menos eso es lo que espero. Yo no he tenido la misma suerte, me encuentro deambulando por las calles esperando una respuesta que no ha llegado, y una sensación de libertad que sé que quizás nunca llegará.
Las noches han sido muy solitarias.
Han sido difíciles.
Volteo hacia el cielo para encontrarme con mi única compañía. La luna me devuelve la mirada y hacemos contacto visual, sintiendo su dulce brillo resplandeciente en mis pupilas. Me reconfortan sus abrazos, me tiene a sus pies y aún así, entre todo el mal entendido y confusiones que inundan mi sucio corazón, me suelta, dejándome caer cruelmente en las cenizas de mi propia autoestima.
Sé que la luna me está mirando a mi tanto como está mirando absolutamente todo y nada a la vez. Cómo disfruta de su libertad, ahí en el cielo, tan alto y lejano de mi poder.
Le pido, no, le ruego con mis suspiros que por favor, desde la lejanía de su trono, me permita comunicarme una vez más con ella.
Pedir perdón.
Pedirle paz.
Mientras vuelvo a bajar la mirada hacia mi sombra en el suelo, siguiendo con mi camino hacia la nada, pienso en lo estúpido que he sido, lo incrédulo que fui y lo soñador que seguiré siendo.