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Suguru Geto y Satoru Gojo eran, junto con otra chica bastante peculiar llamada Ieiri Shoko, parte de la clase de segundo grado en la escuela de música de Tokio.


Desde muy temprano, en su niñez, Satoru Gojo había demostrado tener una destreza incomparable para la música, alegrando a su familia dueña de un linaje musical con el viejo piano que había en su antigua casa, el cual, aprendió a tocar solo. Suguru también nació con una fortuna similar, aunque su habilidad creció gracias a que a su familia se le había ocurrido tenerlo en casa practicando el violín con un maestro partícular gracias a que él mismo no era muy sociable y a menudo, estaba solo.

Parecería una coincidencia, y lo era. Una coincidencia por la cual se conocieron gracias a que vivían en la misma zona, así que, durante un día en ese viejo verano, ambos terminaron encontrándose.


El que en su interior ambos practicarán instrumentos tan compatibles hizo que sus familias estrecharán lazos. Con el tiempo ver a los niños jugar y pasar el tiempo juntos se volvía normal, al igual que verlos intentar tocar en conjunto. Pero luego, cuando estaban a punto de pasar a secundaria, la familia de Gojo terminó por dejarlo al cuidado de la madre de Suguru, quien aceptó gustosa; sin embargo, lo malo del asunto fue que jamás volvieron.

—Deberiamos tatuarnos nuestras iniciales, Suguru.


Fue así que con el tiempo, al llegar a la secundaria, y poco después, a la escuela más reconocida de musica en Tokio, no fuera una gran sorpresa ver que eran considerados los chicos malos de la escuela desde que entraron. Que si riñas, discuciones, batallas campales con bolitas de papel o cualquier cosa eran sus actividades favoritas antes que ponerse a resolver las tareas.

Y aunque a veces fueran como el agua y el aceite, terminaban por completarse el uno al otro de alguna u otra forma.


—¿Ya vas a empezar?—contestó Suguru rodando los ojos.

Satoru le dió un leve empujón, y le sonrió.


—¡Es en serio! Además, nadie lo sabrá porque tenemos las mismas.

Para ambos, desde que la familia del peliblanco se esfumó y lo único que dejó al recuerdo de su heredero fuera el piano, algunos vinilos y un montón de basura, la antigua casa ahora de Satoru, se volvió el escondite perfecto para cuando no querían entrar a clases o simplemente querían aislarse del mundo exterior.

Casi un santuario.

Era ese lugar donde se ponían a escuchar a Bach —de quien dejaron más acetatos— y demás autores contemporáneos, entre ellos, Shostakovich. Era así que se la pasaban divirtiéndose preguntándole al otro si es que las notas sonaban raro, o retandose con miradas cómplices a ejecutar la pieza que acababan de escuchar en el instrumento del otro sin mirar partituras.


—Satoru...—diría casi en tono de suplica Geto.—deberías preocuparte por el manejar de tus dedos a la hora de practicar. ¡Me desconcentras si no haces bien tus partes!

—¡Las hago bien! A parte, nadie se daría cuenta.—y nuevamente, como era costumbre de Satoru, decía esa típica frase:—Nadie entiende la música clásica

«¡No apoyes tu mano! el peso del violín debe estár en tu hombro» recordó Satoru la voz de Suguru años atrás al ver la mirada que le lanzó Geto. Eran esas veces en las que el pelinegro lo llegaba a regañar sobre su postura, o sus dedos cuando tenían unos doce años y Gojo le preguntó a Geto qué tan difícil era tocar.

Los ojos azules de Satoru fuera de cualquier cosa, siempre quedaban atónitos ante Geto. Fuera de que se tratara de su amigo, sentía que a él, las cosas siempre le salían a la primera. Y que, a pesar de todo, seguía ahí a su lado corrigiendole y guiandolo.

𝐖𝐞'𝐫𝐞 𝐓𝐡𝐞 𝐒𝐭𝐫𝐨𝐧𝐠𝐞𝐬𝐭, 𝐑𝐢𝐠𝐡𝐭? • 𝐒𝐚𝐭𝐨𝐬𝐮𝐠𝐮Donde viven las historias. Descúbrelo ahora