3 Sin fuerzas

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Capítulo 3: Sin fuerzas

Los ojos de David comenzaron a abrirse muy lentamente a medida que recuperaba el conocimiento, se sentía demasiado mareado hasta para sentarse sobre la hierba en la que estaba acostado y los rayos del sol, que estaban por esconderse en el horizonte para darle paso a la oscuridad nocturna, le iluminaban la cara ensegueciéndolo.

Poco a poco fue recuperando el sentido de la vista y distinguió un par de ojos verdosos que lo estaban mirando muy de cerca. Una joven que él no conocía estaba de rodillas a su lado vigilándolo con un ceño muy apacible, con el rostro casi pegado al suyo; su ropa, aunque hecha jirones, estaba bastante pulcra y remendada varias veces de manera muy prolija y su pelo, de un extraño color verde, fue una de las cosas que más cautivaron a David. Trató de reincorporarse pero un repentino dolor punzante en su cabeza se lo impidió.

—No te muevas —le rogó la joven de pelo verde—. Tienes una herida en la cabeza, no es grave pero deberías descansar —le aconsejó la muchacha mientras lo miraba apacible con los ojos demasiado abiertos.

—Tengo sed —alcanzó a decir débilmente David todavía notablemente confundido y obnubilado.

Lo sé —le respondió la muchacha—. Hace mucho que estás dormido y en ese tiempo no comiste ni tomaste nada, ten, bebe un poco de agua y luego recuperarás fuerzas para comer algo —le señaló al tiempo que le acercaba un tosco cuenco de barro lleno de agua hacia la boca.

David apuró el cuenco y apoyó nuevamente su adolorida y nublada cabeza sobre la hierba. Le dolía el cuerpo, le dolía la cabeza, pero lo que más le dolía era la pérdida: De sus amigos, de sus vecinos, de su hogar y más que nada de su hermano. Pero nada podía hacer ya, y menos acostado, herido y perdido en el medio de un bosque. Estaba enojado de sí mismo por la situación y trató nuevamente sin éxito de levantarse del suelo.

—Descansa —le ordenó la muchacha de pelo verde en tono mucho más firme—. Está anocheciendo y no tienes fuerzas —le recordó.

David aclaró la mente y se dió por vencido, relajó su cuerpo y se dispuso finalmente a recuperar fuerzas. Al cabo de un momento preguntó: —¿Dónde estoy?.

—Estás en el bosque de Wendelina —le respondió la muchacha con voz suave y solemne, como si fuese una guía turística.

—¿Y quién eres tú? —le exigió saber David

—Yo soy Wendelina y aquí es donde vivo, y tú ¿Cómo te llamas, noble caballero? —le contestó nuevamente la joven.

David dudó por un momento pero le confió su nombre a la extraña, por alguna razón que desconocía su presencia lo tranquilizaba.

—David, tienes un golpe y un corte en el cuero cabelludo y otro más leve en el tórax. No te preocupes, te puse un remedio que debería curarte y prevenir cualquier infección. Vas a ponerte bien, te lo prometo —le informó confiada Wendelina.

—Estoy muy mareado —le confesó David.

—Es normal, por cómo te encontré estaba segura de que el golpe que te diste había sido muy duro ¿Quieres contarme qué te pasó noble caballero? —le preguntó Wendelina.

—De hecho no quiero hablar de eso ahora —le respondió David que no quería rememorar los hechos—. ¿Por qué me dices caballero? Yo no soy tal cosa —le pidió saber David.

Wendelina respondió haciendo un gesto con la cabeza señalando un lugar a pocos metros de David donde yacía su espada, ésa que a duras penas podía sostener.

—¡Mi espada! Pensé que la había perdido —exclamó David.

—Yo la traje aquí junto contigo, es extraordinaria —reconoció Wendelina—. Sólo vi una sola como ésa en toda mi vida portada por un caballero en la cárcel de Piedras altas.

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