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Brothers’ no Future (2.0)

Summary:

Dynamite Tommy rememora la llegada de sus hijos a las vidas de los adultos del clan, desde su particular y nunca bien ponderado punto de vista.

Este relato es el 4/9 en la serie de La familia Tomioka.

Notes:

Esta es la versión 2.0 de una historia que originalmente subí a Amor Yaoi antes de 2018. Como hacía parte de una colección que nunca di por terminada, la plataforma la borró transcurridos algunos años. El texto ha sido corregido en su forma, mas no en su fondo. Algunas de las anotaciones originales han sido cambiadas u omitidas.

Esta pieza está dedicada a mi querida amiga Noi, porque ella la pidió y fue su idea. Por esta razón, además de una dedicatoria es un agradecimiento. Fue muy hermoso escribir esto.

El título es un juego de palabras con el nombre de la banda/proyecto de Tommy y Kenzi, Sister’s no Future.

Que lo disfruten.

Work Text:

No hacía falta conocerme demasiado para sorprenderse; lo concedo. Pero entre ambos acontecimientos, definitivamente hubo uno que descolocó más que el otro.

El día que anuncié mi casamiento con Ken-chan, ninguno de los buenos para nada que trabajaban con nosotros lo vio raro. Incluso, ciertos colegas de otros sellos discográficos se lo esperaban. La sorpresa mayor provino sin duda de los medios, y fue por eso que yo no quería que ninguno de ellos estuviera ahí (a excepción de la “prensa interna” de la Free-Will). Sin embargo, Hayashi[1] –quien siempre ha sido un tipo impredecible, terco y fastidioso– jamás entendió un “no” como respuesta.

En fin, como no se trataba de una ceremonia religiosa oficial ni ninguna de esas estupideces que organiza la gente, podíamos hacer lo que se nos viniera en gana, y así pasó. De todas maneras, el único vínculo que realmente nos importaba a ambos, la única bendición que queríamos, era la de la Música.

Las cosas no cambiaron demasiado después de ese día, más allá de las rutinas privadas y diarias de quienes vivíamos juntos; en especial, conforme se fueron agregando miembros y creció “la familia”. En aquel momento, si bien no me estorbaba la presencia de los otros en nuestra casa común (he de reconocer que desempeñaban labores muy necesarias, y en el caso de Joe, ehh… bueno, él aportaba una considerable renta), tampoco me di verdadera cuenta de todo el valor que tenían sus acciones. Esto empecé a entenderlo únicamente después de que llegaron los niños.

Los nenes; mis nenes. Nuestros nenes. El par de mocosos que jamás me imaginé que criaría, porque –según yo– estaba muy seguro de lo mucho que no deseaba tener hijos. De lo muy dispuesto que estaba a no compartir mi apellido.

Ken-chan jamás salió con el tema. Imagino que, primero que todo, por razones biológicas obvias. Sí: se había sentido buena parte de su vida todo lo menos hombre que un hombre puede sentirse, y era muy feliz con ello; pero sabía que nunca sería mujer en esos términos, y creo yo que tampoco lo ansiaba. Las mujeres sufren demasiado.

Así que, si se trataba de a quién cuidar, mimar y atender, ahí estaba su siempre creciente colección de peluches, y la idea a la que habíamos aludido alguna vez sobre tener mascotas. Segundo, porque –a decir verdad– daba la impresión de que quien necesitaría siempre de todas las madres posibles era él mismo. Pero hay que ver lo corto que me quedé con eso; pues si bien no me faltaba razón, lo cierto es que aquello no fue un impedimento para que él terminara brindándose incondicionalmente.

Fue por esos motivos que no pude negarme el día en que el pulguiento de Kyo apareció en el patio delantero y logró –no sé cómo carajos, con lo feo que es– que Ken-chan se prendara de él. Fuera de lo que acabo de decir, a mí no me sorprendió tanto porque, total, yo ya había tenido una conversación con el bicho y bueno… Al ir a casa me demostró que no era un animal tan tonto, y que de alguna forma valdría la pena acogerlo.

Pero la llegada del perro fue casi como un preludio, porque marcó el inicio de los otros acontecimientos. Tras él, vinieron el pato Uruha y la iguana Reita: una no menos heroica y digna comitiva.

Durante los primeros días en que Takanori apareció y comenzó a merodear por la casa, yo no estaba enterado de nada. Me la pasaba en el trabajo como de costumbre, y cuando salía del sello llegaba prácticamente sólo a descansar, si no tenía cosas que terminar en casa, dentro de la oficina que para tal efecto me había hecho acondicionar. Mis únicos días libres eran los fines de semana, en los que aprovechaba para dormir mucho (la mayoría de veces, en compañía de Ken-chan); y en menor medida, para relajarme viendo películas o cosas así.

Asombrosamente, ni mi relación con el enano ni la que tenía con Taiji, Joe o Tatsuya se vieron minadas por esta circunstancia, debido a que todos ellos también rotaban mucho entre los sellos y la casa, como era lo esperable por su profesión. Así que nuestro hogar, más que un punto único de coincidencia, era la base de operaciones de tipos que tenían que verse las caras fuera de ahí bastante seguido.

Como he dicho, no me había percatado de la existencia del crío hasta un viernes por la mañana en que decidí llegar más tarde al sello. Ese día, me hallaba en la cocina con la intención de golosear algo, y observé por la ventana cómo un nene de unos ocho años salía del interior de la casita del perro. Atónito, me quedé observando. Luego de que el pequeño salió, fue seguido por Kyo-chan, quien lo jaló por la falda de la camiseta con el hocico, como tratando de detenerlo, a lo que el niño se volteó y abrazó al animal. Yo no sabía qué hacer; si salir y hablarle, o si preguntarle a alguien más sobre aquel pigmeo intruso, y en eso escuché movimiento al interior de la casa. Era Tatsuya.

De inmediato, le hice saber mi duda.

“—Oh, el pequeño… Sí.—” Dijo él, angustiándose un poco.

Hizo una pausa, me miró a los ojos y luego suspiró.

“—Tiene ya unos días de vagar por aquí. Y aunque Taiji, Tada-chan y yo le hemos dado de comer y le hemos dicho que regrese a casa con su madre, no nos hace caso porque…—”

Tatsuya se interrumpió abruptamente, y su desazón creció. Como si temiera acabar el parlamento.

“—Porque… ¿qué?—” Interrogué, con un gesto de que no me podía dejar así.

“—Porque… insiste en que su madre es Ken-chan.—”

De ningún modo me esperaba semejante respuesta. Probablemente hayan pensado que me reí por la ocurrencia o algo como eso, pero la verdad es que no supe qué cuerno responder. Solamente atiné a devolver la vista hacia la ventana, y noté a través de ella cómo el mencionado mocoso volvía a meterse a la casita de Kyo, a gatas, detrás de él. Me di cuenta también de que era un tanto rollizo, lo cual me tranquilizó de momento porque intuí que al menos no habría pasado tanta hambre. Pero el tema claramente me perturbaba.

Devolví la mirada hacia Tatsu, quien también se había quedado observando al nene.

“—¿Y qué dice él?—”

Tatsu ladeó la cabeza, dando a entender que no comprendía mi pregunta.

“—¿¡Qué dice Ken-chan!?—”

Para no variar de lo que frecuentemente sucedía, Tatsuya se molestó de que yo elevara la voz sin razón, lo cual pude notar cuando frunció el ceño. Sin embargo, me contestó de todas maneras.

“—No quiere saber nada del tema. Defiende que por supuesto que eso no es verdad, y hace lo posible por evitar al nene.—”

Su respuesta me desconcertó aún más. Si estaba pensando en acercarme al niño directa o indirectamente, no podría hacerlo pasando por encima de los deseos tan explícitos de mi mujer; quien, según el relato de uno de sus mejores amigos, hasta ese momento no eran benevolentes. Pero es que el sólo saber que ese chiquillo, siendo tan pequeño, vagaba de semejante manera, me producía una incomodidad enorme y sentía que debía hacer algo.

Sabía que había otros niños en el país y en el mundo con situaciones similares y peores que yo no podía solucionar, pero ese había llegado específicamente a mi casa. No me podía dar igual.

“—Hay que avisar a la policía, para que lo devuelvan con su familia.—”

Inesperadamente para mí, Tatsuya se negó. Eso me llamó poderosamente la atención, ya que de entre los cuatro que vivían conmigo, él era posiblemente el más maduro y responsable, además de ser el mayor.

“—No es como que aquí esté en peligro, ¿o sí?—” No pude rebatirle aquello. “—Tommy-san: solo Dios sabe si su integridad está más amenazada adonde quiera que viva, con quien quiera que esté, que quedándose aquí cerca de nosotros…—”

Pasaron los días, y de oídas pude enterarme de que, además de seguir alimentando al mocoso, los muchachos habían estado intentando convencer a Kenzi para que aceptara acercársele, o al menos permitiera que el chiquillo lo hiciera.

Para entonces, sabían que se llamaba Takanori y que le apodaban Ruki; se enteraron incluso de dónde vivía, y habían empezado a permitirle entrar a la casa, aunque Ken-chan se incomodara. Debido a ello, Kenzi aumentó la cantidad de salidas que le requerían sus viajes usuales al sello parar atender nuestros negocios y su subsidiaria. Empezó a vagar por la ciudad él también.

Siempre he sido alguien que observa las cosas desde lejos, por más que sean asuntos que me competen directamente. Es mi forma de mantener la cabeza fría y decidir cuando haya que hacerlo, de la forma en que haya que hacerlo. Hay quienes creen que es indiferencia, y la verdad es que me importa un pito lo que opinen: total, ninguno de esos metiches malnacidos me mantiene, ni hizo nada para ponerme en el lugar en que me encuentro. En este mundo sobran los entrometidos y los criticones, y no hay nada más satisfactorio que decirles a todos que se jodan. 

Supe lo de los paseos inusuales de Ken-chan y no me preocupé, pues si alguien es conocido por todos y querido en nuestra zona, es él. Eternamente sociable (lo compensa hasta por mí), se acuerda de los nombres de todos y cada uno, y va por la vida colocando gente en el negocio, en el puesto que fuere (pues ustedes bien saben que no solo tenemos músicos…). Así que mientras se mantuviera en los límites de la prefectura y más aún en los de la ciudad, no había nada que temer. Los enemigos no se atreverían; y en el caso de que lo hiciesen, protección no le faltaría.

Para la época otoñal, resultó que en uno de esos paseos el enano recorrió una de las estaciones más grandes del metro de la ciudad y se encontró con otro niño, el cual parecía ser aún más chico que el que deambulaba por casa. Según lo que me contaron después, lo halló debajo de una banca, arropándose con unos cartones y el abrigo que vestía: un crochet a rayas, varias tallas más grande de lo necesario, y bastante deshilachado.

El niño se le había quedado viendo: literalmente, sus miradas se cruzaron y ya no pudieron despegarse. Si se me permite la metáfora (y se me permite, porque aquí mando yo) y guardando las distancias, se habían enamorado uno del otro a primera vista.

¿Que por qué así? ¿Que de dónde le salió la devoción repentina por un crío, siendo que tenía otro en casa al que despreciaba tan insistentemente? Tal vez la fascinación de parte del niño era más comprensible, por aquello de que los mocosos siempre quieren llegar a ser como alguien en específico cuando crezcan. De alguna manera, esto lo confirmó Yuki años después, cuando ya más grande decía que su madre se le hizo desde siempre la más bonita posibilidad de adulto en el cual convertirse. Pero el asunto no quedaba claro de parte de Ken-chan.

Cualquiera que conozca a Kenzi bien sabe que adora los y las muñecas de todo tipo, que los cuida e inventa historias con ellos (que a veces los destripa y muele a golpes también, pero eso no viene al caso...). Por ello, su primer impulso parece haber sido que, al ver a aquel niño con su pequeña talla y su suéter de colores, se le hiciera como una especie de muñequita que alguien dejó olvidada en un lugar público. Si exceptuamos el hecho de que esa muñeca además le observaba con unos ojos muy vivos –demasiado vivos, posiblemente– la alusión no se aleja demasiado de tan infame realidad.

Ken-chan se acercó a él y le tendió la mano, ofreciéndole una sonrisa. El arrapiezo, a pesar de ser receloso a causa del tiempo que llevaba vagando, salió de su escondite y se fue con el mayor. Al llegar a casa, la reprimenda de sus mejores amigos no se hizo esperar, como era lógico, pues todo indicaba que la nueva adquisición era sólo uno más de sus caprichos.

Y fue entonces cuando tuvo lugar el famoso momento en donde el Taka menor (posteriormente nos enteraríamos de que en realidad no era tan pequeño como su tamaño lo sugería, pero aun así seguía siendo más chico que el primero) buscó al mayor y lo abrazó. Con ello, demostró de la nada y sin ninguna razón aparente un amor que, de lo inesperado y profundo, les heló la sangre en las venas a todos los presentes, incluido Ken-chan.

¿Cómo adivinó Takayuki que Takanori también era un Taka? No lo supimos y probablemente nunca lo sepamos, pues él tampoco recuerda haberlo visto o conocido de antes. En ese momento, hasta Ken-chan desconocía el nombre del crío que había llevado a casa, pues ni siquiera se lo había preguntado. Pero una cosa era cierta para él: si se quería quedar con aquella muñeca viviente, no podría separarla de aquel que tan rápido se había convertido en sujeto de su adoración. Un apego tan grande que muchas veces se transformó en mofa, pero que aún hoy entraña un desvelo difícil de ver incluso entre hermanos de sangre.

El enano tenía que, sí o sí, quedarse con ambos críos.

Por la noche, cuando arribé a casa, los niños estaban con Joe en su habitación, mientras que mi mujer se hallaba en su cuarto de juegos procurándose tiempo a solas para poder procesar lo ocurrido, según lo aconsejado por sus amigos. Tatsuya y Taiji me recibieron y me relataron los hechos, y con ellos tomé la decisión de limitarme a observar lo que sucediera. Ellos, quienes finalmente –y por muy irónico que suene– nos enseñaron a criar a nuestros hijos.

Mi proceso fue muy distinto al de Ken-chan por razones obvias, pues él y yo somos muy diferentes. Me refiero a la forma de ser, claro está, que de nuestra compatibilidad en lo demás ha quedado bastante prueba auditiva. Así que mientras él iba dándose poco a poco a los nenes, que en mayor medida eran atendidos por sus casi hermanos, yo me dedicaba a mirar desde lejos.

Creo que al principio les parecí un ogro (pero para fortuna de ellos, un ogro más bien ausente), y conforme vieron el cariño que el enano sentía por mí, se fueron acercando. Pasaron de llamarme “Tomioka-san” a decirme “Tommy-san”. Después, un buen día en la mesa, Takayuki tuvo el “atrevimiento” de preguntar si podían llamarme “Tommy-otousan”, razonando que si Ken-chan era su madre y yo el marido de éste, así tendría que ser. Ruki sólo bajó la mirada y se apenó en nombre de ambos, pero cuando me escuchó responderle al menor que no me importaba, volvió a alzar el semblante con una chispa en sus ojos que jamás podré olvidar.

Ken-chan amó a Yuki y aprendió a querer a Nori en atención al primero, aunque después se dio cuenta de que éste tenía por sí mismo suficientes méritos para aspirar a su corazón. Lo mismo me sucedió a mí, por Ken-chan, con ambos niños.

¡Pero vaya que no les fue fácil, eh! Jamás he sido tierno con las palabras; mi manera de manifestar cariño es otra, y muy rara vez se me cuela alguna cursilería (principalmente, con el enano). Pero los niños, consciente o inconscientemente, se ajustaron. Así que, transcurridos unos meses, Tatsuya se metió a mi oficina.

“—Ha pasado suficiente tiempo y nadie ha venido a buscarlos. Adóptelos, viejo.—” Me dijo, con su prepotencia usual, nacida de su colosal autoestima y bien cultivada seguridad.

Yo solamente sonreí.

“—¿Y quién eres tú para decirme lo que tengo que hacer, Shinozaki?—” Le respondí. “—Lo haré cuando me dé la gana, si es que se me canta. ¿Entendido? Ahora, saca tu lindo culo de mi vista, que estoy ocupado.—”

Un par de días más tarde inicié el proceso formal, el cual no fue nada sencillo porque había que justificar el tiempo en que los críos estuvieron con nosotros sin que diéramos parte a las autoridades. Esperablemente, la fiscalía nos hizo problemas por eso, pero para mis adentros yo daba gracias por haber escuchado a Tatsuya y a los demás (Taiji y Joe también opinaban como él), pues el abandono terminó de confirmar mi mala espina sobre el asunto.

Por fortuna, contactos no me faltaron, así que, aunque las gestiones fueron engorrosas, salimos bien librados. Llevó dos trámites, uno por cada chiquillo y en distinto momento, a los cuales tuvimos que asistir Ken-chan y yo muy aleccionados en nuestros papeles de “esposo y esposa” (que desde el punto de vista estético jamás fue difícil de lograr). En cuanto a justificar la presencia de “dos sujetos y una chica” en la composición de nuestro hogar (Baki era residente inestable a merced de las cagadas o puntos que se anotara con Tatsu), no tuvimos gran problema, pues todos estaban involucrados en el cuidado de los mocosos de alguna u otra manera.

Ken-chan, de quien siempre temíamos exabruptos que dieran al traste con las farsas, supo comportarse con precisión, pues conocía muy bien todo lo que estaba en juego en tales entrevistas; y también, gracias a los consejos previos de los otros. Su papel era el de una esposa muy joven e inexperta (lo cual era en realidad), pero con grandes ilusiones de convertirse en madre. Nuestra lucha se enfocó en no permitir que los Takas fueran a parar a un asqueroso orfanato, pues éramos una familia más que dispuesta a adoptarlos. Por desgracia, sabíamos que aquello sucedía con demasiada frecuencia debido al maldito sistema podrido.

Dos hitos marcaron esos días en mi memoria: cuando ganamos la custodia de Takanori, fue la primera vez en que el pequeño vino hacia mí, me abrazó y lloró en mi hombro. Después, tras convertirnos en padres de Takayuki, este cambió por ese día su fecha de cumpleaños tal cual lo había prometido, y en su semblante pude comprobar cómo la hasta entonces desgraciada criatura literalmente nacía de nuevo.

Eran mis hijos legítimos. Más genuinos que cualesquiera que me hubiese parido mujer alguna.

 

[1] Yoshiki Hayashi, baterista de X-Japan y presidente de la Extasy Records (sello disquero “rival” de la Free-Will).

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