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Pocos son los rayos dorados que se filtran a través de las cortinas que cubren los ventanales de la alcoba principal, anunciando la salida del sol en el horizonte. Todavía así, líneas de luz tenue son capaces de atravesar la barrera de tela oscura hasta alcanzar la cama donde dos cuerpos están sumidos en un sueño pacífico, con sus extremidades a medio extender sobre el otro en medio de las sábanas desordenadas.
Un espectador externo, quizá influenciado por el romance de las películas domingueras, podría afirmar sin rastro de duda que se trata de dos amantes atraídos por la gravedad pasional del otro.
La respiración de ambos es pausada, aún con uno de ellos de cara al colchón, posición que le ha permitido a su saliva filtrarse hasta humedecer la seda bajo su cuerpo. Es evidencia suficiente para el estado de inmersión absoluta en un sueño tan profundo como plácido que les invita a seguir durmiendo, de preferencia hasta después de medio día.
Qué desgracia resulta ser el imprevisto y molesto sonido de un móvil que vibra cerca de su oreja, destrozando el encanto de la mañana a la par que arrastra a Freddy fuera de su placentera inconsciencia.
Él frunce el ceño mientras maldice en su mente al chirriante ruido que amenaza con arrebatarle la única mañana tranquila que ha tenido en meses, por no decir años, y estira uno de sus brazos hacia el borde de la cama con un gruñido y tantea el suelo con dedos torpes hasta dar con el aparato, aferrándose a los vestigios de sueño restantes al mantener los ojos cerrados.
—Me cago en todos mis putos muertos —dice después de llevarse el móvil al oído, con voz pastosa y cortante—. ¿Qué, neno? ¿¡Qué!?
Cuando no obtiene respuesta, Freddy, apenas consciente, cree que ha conseguido espantar al interlocutor.
—¿Trucazo? —La voz al otro lado de la línea suena dubitativa, lo que cabrea al hombre todavía más, aunque sigue demasiado somnoliento para prestar verdadera atención.
—No, tu puta madre en patinete —escupe en respuesta—, ¿quién más va a ser?
Desea que toda la conversación termine pronto, mas la aparente confusión del otro no le brinda esa esperanza. Sin embargo, cuando está considerando cortar la llamada y apagar el móvil sin más, el sujeto sin nombre lanza una pregunta que cae sobre Freddy como un balde de agua helada.
—¿Este no es el número de García?
En el instante que Freddy abre los ojos de golpe, procesando los recuerdos de la noche anterior que le vienen de un tirón, la voz de Noah Holliday, el Subcomisario, se hace reconocible.
Al levantar la mano que sostiene el dispositivo y observar la pantalla de bloqueo, encontrándose con la foto que uno de los sheriff le tomó a Gustabo durante los eventos de la pollería, se da cuenta de que, en efecto, no es su móvil.
El error es apenas superado por la incredulidad, seguida de gracia y una pizca de admiración, porque, por supuesto, sólo su rubia andaría por ahí con la foto de un crímen a plena luz del día y sin ningún tipo de seguridad, como si le importara poco o nada que se descubra lo que ha hecho. Lo cual es, de hecho, bastante probable.
Momento… La rubia.
¡Mierda!
El pensamiento le hace girar la cabeza con brusquedad.
Justo a su lado está Gustabiño, hundido en la paz del sueño, ajeno al caos que Freddy atraviesa en ese instante.
Su respiración es pausada, tan calmada que le hace parecer más una estatua que un ser vivo, como si no tuviera ni un solo peso sobre sus hombros. Algunos mechones rubios, desordenados, le caen sobre la frente mientras las pecas sobre su piel parecen más visibles a la luz matinal, extendiéndose como constelaciones sobre sus mejillas, nariz, hombros y otras zonas que llaman la atención del Comisario.
La suavidad de su expresión dormida es casi desconcertante; no hay rastro alguno del hombre que se ha ganado la fama de ser estoico, aún accesible, pero imponente a su modo. En ese momento, parece vulnerable, casi etéreo, y Freddy no puede evitar quedarse mirándolo por un instante más largo del que debería.
Una calidez inesperada lo invade, un torbellino de pensamientos y emociones que no logra descifrar del todo. La duda lo invade, aunque no está seguro del motivo, ni las razones de su inquietud. Él decidió quedarse mucho antes de poner un pie en la propiedad, aunque no se detuvo a pensar en las razones detrás de eso. A pesar de todo, ahí está, envuelto en las sábanas junto a Gustabo, observando la curva apacible de sus labios, los remolinos dorados de su cabello, las constelaciones de pecas que le decoran la piel, sin entender del todo cómo terminó en esa posición.
Pero la voz de Holliday al otro lado de la línea lo arranca de golpe de esa ensoñación.
—¿Jefe? ¿Sigue ahí? —El llamado lo hace parpadear.
Obligándose a volver a la realidad, Freddy recupera el control aun con el extraño nudo en su pecho, y responde lo primero que se le ocurre.
—Pero, oístes, neno, ¿tú qué te piensas que somos? —Se traga con gran dificultad la tos atascada en su garganta a razón del desuso y la sequedad—. Gustabiño anda aquí conduciendo, qué no puede contestar él, eh. Qué no somos irresponsables, eh.
Su voz suena convincente, pero el silencio de Holliday al otro lado le hace tambalear por un momento.
—Pero… —Se escucha más sospechoso de lo que le gustaría—. Jefe, con todo respeto, ¿entonces por qué suena como si se acabara de despertar?
Freddy se humedece los labios, y su boca se mueve antes de permitirle a su cerebro procesar lo que está diciendo.
—Se nos va la señal, neno. —Se niega a reconocer el tartamudeo en el medio, optando por colgar sin previo aviso para después lanzar el móvil de regreso al piso.
Sabe que no tiene razones concretas para sospechar o preocuparse, aún así, mientras su mirada se pierde en las luces apagadas del techo, una certeza empieza a formarse en su mente: se ha metido en un lío que le traerá consecuencias más adelante.
Aunque es difícil prestarle atención cuando la calidez de Gustabo le arropa de nuevo hasta la inconsciencia.
NOSSO INFERNO
D21 – despertar juntos