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—¡Atrapenla! ¡Corran!
Sid correteaba junto a unos cachorros detrás de unas pequeñas aves que llevaban una bellota entre sus patas. La bellota pasaba de unas garritas a otras, jugando con los reflejos de los niños quienes luchaban por atrapar la nuez.
Ocasionalmente, la perezosa jugaba con las crías de algunos animales cuando sus padres querían algo de tiempo propio sin la angustia natural de que algo les pasara a sus bebés.
Entretener a un grupo era complicado, en especial cuando nada les interesaba lo suficiente o solo querían molestar a alguien para disfrutar su sufrimiento. Era duro ser responsable.
—¡Ya la tienes! ¡Ya la tienes! —alentaba a una pequeña castor quien sostenía una ramita e intentaba pegarle a la bellota cada que volaba por el aire. —¡Tú puedes, Gracie!
—¡Ahí va! —consiguió golpear la bellota y mandarla lejos, hacia unos arbustos. —¡Es mía!
—¡No, es mía! ¡Es mía! ¡Es mía! —los demás corrieron de inmediato para recoger la nuez. Se produjo el desorden, hubo algunos gritos y mordidas en su lucha por tomarlo.
Sacó un caracol, soplando a través de la fisura. —Conocen las reglas. ¡Dejen eso ahora mismo!
A la mala tuvo que aprender a ser severa e imponer autoridad con los revoltosos. No podía depender de sus amigos cada que cuidaba niños y al rato se le iba de las manos. Ya preguntó, no quieren.
Desanimados, se abrieron paso para que ella recogiera la bellota. Empezarían de nuevo.
—Se los agradezco. —retoma su tono amable cada que ellos cooperan. Se agachó para poder rebuscar entre las hojas, cuando algo emergió del interior. —¡Ahh!
Una ardilla con dientes grandes había tomado la bellota. Solo por un segundo se quedó quieta, entonces brincó fuera y salió corriendo a alguna parte del bosque.
—¡Oye! —volvió a tomar el caracol, soplando. —¡Tras él!
—¡Sí!
Animados por el nuevo juego, los niños y las aves persiguieron a la pobre ardilla que cruzaba cada roca, raíz o rama caída para no ser atrapada. Sid sabía que ellos no podrían atraparla, pero cansarlos un poco más era provechoso.
—¡Ahí está, quitenle la nuez! —los alentaba, escuchando sus risas. Empezaba a agitarse, así que fue ralentizando el paso. —¡Oigan…! ¡Con cuidado…!
Vio al grupo frenar ante un tronco. Solo distinguió la cola de la ardilla perdiéndose entre las hojas más altas. Los pequeños volvieron a jadear, decepcionados.
—Bueno, es todo. —se acercó para animarlos. —Esa fue una gran carrera, chicos.
—¿Y qué importa? —Un pequeño ciervo le miró molesto. —Se llevó la nuez.
—Podemos jugar con otra cosa. —sugirió.
—Yo la había agarrado. —se quejó un osito hormiguero. —Pero alguien me la arrebató de la trompa.
—Seguro fue Keyla.
—¡No es verdad! —se quejó la hermana del castor.
La nueva disputa estaba por armarse, así que la perezosa tomó su papel y el caracol para calmarlos. —¡Escuchen! Nos hemos alejado de dónde dijeron sus padres, así damos la vuelta, seguimos nuestras huellas y volvamos para-
Se detuvo a media frase, notando algo en el suelo. Había una huella grande muy marcada en la arena, parecía haberse mojado con algo y la tierra se espesó un poco.
—¿Qué? —llamó el ciervo, buscando lo que miraba. —¿Qué pasa? ¿Estamos perdidos?
—No, no es eso. —reconocía la forma de esa huella. Captó un aroma, alertando a sus sentidos. —Niños, nuevo juego. ¿Conocen a los mamuts?
—¡Sí! Por supuesto. —respondieron cada quien, moviendo la cabeza.
—Encuentren a cualquiera de ellos. Suelen tomar agua en la laguna, estamos como a una carrera y media de aquí. ¡Vayan ahora y cuando los alcance, al ganador le daré una jugosa y redonda fruta!
—¿Y de dónde vas a sacar la fruta? —cuestionó la pequeña castor, todavía sosteniendo su ramita.
—Yo tengo mis trucos. Recuerden las reglas: Siempre juntos y ninguno atrás. ¿Si un depredador los sigue?
—Buscar refugio y no contarle a nuestros padres. —corearon.
—Entendieron bien. ¡Ahora, vayan! —sopló el caracol. —¡No se metan al agua! ¡Lo digo en serio!
En cuanto el grupo salió del radar de la perezosa, empezó a buscar el rastro de aquella huella. La tierra que se notaba un poco húmeda era de un color más oscuro, diferente. Además, estaba aquel desagradable olor que acompañan a los depredadores.
—Espero que haya estado cazando.
Revisó sus pasos cuidadosamente, esperando no haber borrado algo o que los chicos hayan pasado por encima. Le tomó unos minutos antes de dar con él.
—Oh no. —La mancha oscura en la tierra seguía apareciendo mientras el aroma se notaba más. —Diego…
Salió del camino y fue directo a las montañas. Ocasionalmente había deslizamientos de rocas y nieve, algunas veces de hielo; con todo eso del calentamiento global. Siguió un sendero hacia arriba hasta dar con la entrada irregular a una cueva. El rastro lo llevaba al interior.
—¿Diego? —Olfateó el aire nuevamente, se trataba de su compañero y algo más. Había otro aroma encima. —Diego…
Buscó algo en el suelo para defenderse, no sabía que encontraría. Recogió una rama gruesa y larga, algo pesaba; la llevó sobre los hombros y dando paso a pasito avanzó a la entrada. Su visión se ajustó para intentar ver algo en la profunda oscuridad.
—¿Diego? —Un gruñido la hizo saltar, retrocediendo un poco. —¡Diego, no estoy jugando!
—Sid… —era él. Su voz era débil y muy baja, pero logró escucharlo.
—¡Diego! —arrojó la rama y se abalanzó a la oscuridad. Dos metros adentro estaba recostado el felino colmilludo, gravemente herido. —¡Ay, no puede ser! ¿Qué pasó?
—Sid… ya vete. —le costaba moverse, apenas podía levantar la cabeza. Resultaba familiar esa escena. —No debes… estar aquí.
—Dime qué pasó. Traeré ayuda si hace falta.
—No… no vuelvas. —insistió. —Debes irte… te alcanzo después…
Las emociones subieron hasta su cabeza, intentando ejecutar alguna acción. Llorar no estaba en discusión, lo haría en cualquier momento. Gritar no podía ser, si el tigre hablaba así era porque presentía algo. Enfadarse era bastante apropiado ahora.
—No me moveré de aquí. Si la ayuda tarda, algo haré mientras esté contigo.
El tigre hizo una mueca recostando su cabeza. Suspiró, mirando a cualquier parte. —Solo díme… ¿oliste a alguien más?
Sid olfateó de nuevo. El aroma adicional estaba sobre Diego, eso la hizo fruncir el ceño. —No, solo a ti.
No mencionó lo obvio, seguro él la entendería.
—De acuerdo… te lo diré.
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El venado corría por su vida, manteniendo su mirada al frente contra todo impulso de querer voltear y ver cuán atrás dejó al dientes de sable. Ni siquiera un poco, creía que sus dientes ya le estaban intentando morder la cola.
—¡Por lo que más quieras, no me comas!
—¡Ahorra saliva! —fue su única advertencia, manteniendo el ritmo de la carrera. —Esta vez, no escaparas.
Al llegar a una curva, el cérvido fue brutalmente aplastado por el felino. Las garras se aferraron a su lomo mientras usaba su peso para aplastarlo, dejándolo sin aire. El golpe lo aturdió al punto que no podía moverse y mirar a su captor en un último ruego de clemencia.
Salvo que ese no era el tigre que lo perseguía. No el mismo.
—¿A dónde ibas con tanta prisa? —se agachó a olisquear a la presa para evaluar su estado antes de empezar a cortar. Un rugido lo interrumpió. —Vaya, vaya… que pequeño es el mundo.
El primer tigre los alcanzó, saltando frente a ambos. —Oscar.
—Cuanto tiempo, Diego.
Ambos depredadores se sostuvieron la mirada, retándose a actuar primero. El intruso así lo aceptó, moviendo de forma tosca a la presa hasta dejarlo panza arriba.
—Creí que buscaba a su madre, pero parece ser uno joven. —presionó sus garras para mantenerlo quieto. —¿Acaso estás perdiendo fuerza? Antes no eras tan incapaz.
—Eso no te incumbe. —Gruñó a modo de advertencia, enseñando los colmillos. —Déjalo ir.
—Ay, perdón. ¿Era tuyo? —olisqueó el cuello del animal, provocando que tiemble. —No, no lo creo. Aún tiene la sangre adentro y no hay rastro de baba.
—Si saltaste desde un punto elevado. Claro que me viste cazándolo.
—Si a eso llamas cazar. —El rugido que recibió le salpicó algo de baba. Al animal bajo suyo tampoco le gustó eso, seguía temblando. —Qué carácter. ¿Así tratas a los tuyos?
—No tenemos ningún trato. Deja los rodeos y suelta al animal ahora .
Manteniendo la vista uno en el otro, Oscar se retiró un paso, dejando libre el paso al venado para escapar. Este, asustado y confundido, no quitó la vista de ninguno al momento de levantarse.
—Ya vete. —ordenó Diego. El animal no esperó otra palabra y salió huyendo, dejando la pelea atrás.
—Parece que te has ablandado más. —sonrió con malicia. —Dijiste que lo seguías, solo te ayudaba un poco.
—¿Qué haces aquí? ¿Dónde están los otros?
—¿Te preocupa tu antigua manada o temes por un ataque? No, Diego, nosotros no atacamos a los nuestros.
—Soto lo hizo.
—Te recuerdo que lo traicionaste primero. —cambió su actitud burlona por una más seria. —Estaba justificado.
—Lo habría hecho de todos modos. —empezó a caminar, estudiando el comportamiento del otro. —Solo debía llegar al Medio Pico sin el bebé.
—Tal vez... pero no habría sido tan decepcionante tu final. —caminó a la par, dando vueltas sin dejar de mirarse.
—Ustedes tampoco se quedaron mucho tiempo cuidando el cuerpo. ¿O pensaron que haría algo?
—No… sangrando en la nieve no. —se detuvo, tomando posición de ataque. —Ya que perdiste la comida, supongo no te importará que vaya a buscar una nueva presa.
—¡Esta zona me pertenece! —se detuvo, tomando una postura defensiva. —No vas a cazar aquí.
—¿Tú y qué manada me lo impedirá? No he sentido el olor de otro felino, además de ti.
—Oscar, marchate ahora si no quieres problemas.
—Qué dilema. —sacó las garras, preparado para saltar. —Resulta que los encontré.
Diego previno los primeros zarpazos, eso le dio algo de ventaja. Lamentablemente, no contó con la furia contenida en su antiguo compañero que le daría fuerza para dar vuelta al asunto.
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—¿Nos encontraron? —la preocupación se reflejaba en todo su rostro. —¿Cuántos fueron?
—Solo… Oscar… —se relamió el hocico, tratando de hablar. —Los otros… se adelantaron… él se perdió.
—Debemos irnos. —pareció encontrar la respuesta. —No podemos quedarnos más tiempo aquí, podría intentar atacar a los otros. Ha sido una buena temporada para las madres, ellas…
—Sid… —miró a la perezosa, intentando que se callara, le costaba en ese estado. —Él quedó peor…
—¿Qué dices? —se inclinó, apoyando su oreja contra el hocico del tigre.
—Él… quedó peor… —sacó su lengua y dio una lamida a su compañera. La vio retroceder, bastante abrumada. —Tranquila… solo juego.
—No hagas eso. —sentía que el calor le subía a la cara.
—Perdón. —tosió un poco. —Debes calmarte… él no va a atacar a nadie aquí.
Le tomó un momento responder. —Está bien. No lo creo todavía, pero por ahora lo importante es tratar tus heridas-
—No… no hagas nada… —intentó girar, pero ella corrió a detenerlo, haciendo algo de presión. —No hace falta.
—¡Patrañas! No evitarás que te ayude ahora. —le miró con determinación, poniéndose en pie. —No trates de moverte otro metro. Volveré enseguida.
—Sid… —no alcanzó a decir otra cosa. Vio su silueta perderse en la brillante luz exterior. Cerró los ojos, haciendo una mueca por el dolor. —Eres necia… y dura…
Algo frío le cayó en la cara, sacándolo de su siesta con un susto seguido por un escalofrío empezando por su nariz. Fijándose en lo que era, Diego enfocó a la perezosa agitando las garras empapadas frente a él, salpicando gotas frías sobre el pelaje y parte de su hocico.
—Que bueno que despertaste.
Parpadeó un poco, tratando de orientarse. Seguía en la cueva en la misma posición de antes, salvo que lo demás cambió. La luz exterior ya no entraba con fuerza, disminuyó bastante como el calor; había nuevos aromas cubriendo el interior de la caverna, el de la sangre seca casi había desaparecido.
Sid estaba de rodillas, sosteniendo un trozo curvo de corteza lleno de agua a la altura de su hocico. —Tienes que reponer fluidos y comer cosas pequeñas para no arruinar tu apetito. Es la forma más rápida para recuperar energía, la necesitas.
Diego aceptó el cuenco, acomodando su cuerpo para poder beber de forma correcta. Las heridas todavía le dolían, se notaba en los reflejos y sus muecas.
Mientras refrescaba su lengua y garganta, la perezosa fue a continuar con sus propias tareas. Había reunido tanto como creyó necesario: ramas, rocas, trozos de hielo, algunas plantas y frutos de diferentes tamaños o color. No estaba segura de lo que tardaría la recuperación del tigre, pero ella no se movería a menos que fuera obligada.
Diego dejó de beber, saciado. —Sid, ¿qué es todo esto?
—Sabes que esas son para armar una fogata —señaló las ramas—, y ésos para que comamos. —señaló al monte de frutos que apiló. —Si hablas de estas plantas, son para ayudarte con tus heridas.
Frunció el ceño. —¿Qué? —vio a su compañera agarrando un puñado de hierbas. —No, no hace falta que hagas eso.
—Si te preocupa, he aprendido mucho de los efectos curativos. Sé cómo usarlos y combinarlos, cada cuanto aplicarlo y los tipos de males que podría tratar.
A medida que explicaba, molía unas semillas con algunas hojas y flores que recolectó; se ayudaba con dos piedras hasta obtener una pasta que serviría de ungüento.
—Encontré lo mejor que pude en poco tiempo. —reunió la pasta sobre otro trozo de madera. —Quédate quieto, no tardaré.
A la insistencia de su compañera, Diego accedió. Oponerse a esas alturas era difícil y cansado, además no sería tan malo como piensa.
Si fue malo. Sid usaba sus garras para untar el ungüento en las heridas abiertas, cuidando de no picar o incomodar al felino. No servía de mucho, ya que el tigre se movía cada vez que el contacto extraño de la pasta contra la carne lo erizaba.
Diego se controlaba para no gruñirle a su compañera, pero la paciencia se le agotaba. Necesitaba espacio, detener eso. Es muy capaz de sanar por su cuenta con descanso, comida y agua. La perezosa no necesitaba hacer más.
—Sid…
—Ya casi acabo.
—Ya lo dijiste cinco- ¡Auch! Seis veces, la luz casi se acaba afuera.
—Prenderé una fogata pronto, pero todavía tengo buena visión.
—No me refiero- ¡Auh! —cerró los ojos. —Ya déjame, te lo estoy pidiendo…
—Claro que no. —Era consciente de las reacciones de su cuerpo, bastante normales. No le gustaban tampoco. —Te prometo que pronto acabará.
—Sid, de verdad, no es- ¡Ahh, ya basta! —se colocó de pie, gruñendo en dirección de la herbívora. La acción le valió un terrible dolor y lo hizo flaquear, pero lo soportó. —Dije que te detengas.
Sidney había retrocedido por la brusca reacción. Entendía que el tratamiento era incómodo y hasta algo doloroso, pero no conocía otra forma de ayudar a su compañero. Su amigo.
—Sid, ya no. No hagas esto, lo digo en serio. —volvió a recostarse, despacio. —No sirve.
Volvió a acercarse, lento. Dejó el ungüento y se mantuvo de rodillas frente a él. —Sí funcionará. —estiró una pata, acariciando su cabeza. —Lo siento.
Respiró profundo, dejando ir despacio el aire. —Déjame, Sid. —Me recuperaré, lo hice antes.
Frunció el ceño, no estaba de acuerdo. —¿Hablas de la vez que quedaste sangrando sobre la nieve? Pues, adivina qué, no hay excusas para que me aleje esta vez.
—Sid…
—Eres mi amigo. —colocó su pata sobre la suya, mirándolo a los ojos. —Mi compañero ahora, lo sé, por eso no puedo dejarte solo. —buscó el cuenco de agua. —Te daré moras y bayas hasta que puedas comer más sólidos.
—No hay muchos sólidos que pueda comer. —se sentía mejor al escucharla. Hasta podía sonreírle. —Lo que tengas está bien para mí.
—Buscaré donde haya peces y traeré algunos cuando sea el momento.
Diego movió la cabeza, aceptando lo que decía. Ella le volvió a llenar el cuenco para que bebiera y se alejó para armar pronto la fogata. Bostezó, irremediablemente cansado.
—Gruñir no es una buena idea por ahora. —dijo Sid, seleccionando las rocas. —Descansa, te seguiré curando más tarde.
Empujó el cuenco, satisfecho de nuevo. —Hazlo, descuida. No podrás despertarme.
Se recostó de forma que no bloqueara el trabajo de su amiga. Cerró los ojos, cayendo en el sueño nuevamente.
Sidney lo vio desde su lugar. —Haré lo mejor que pueda. —susurró. —Te pondrás bien, ya verás que sí.
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Pasaron cuatro noches y cinco días en la cueva. La pareja estableció una rutina en ese tiempo: Sid revisaba las heridas de su tigre por la mañana, lavaba los restos del ungüento que quedaban sobre el pelaje, controlaba el tiempo para alimentar y descansar sin que afecte su ciclo.
Diego acataba en silencio -tanto como podía- a las instrucciones de la hembra. Era aburrido solo conversar sentado o acostado, de no ser porque el dolor no le dejaba hacer mucho estaría dando vueltas al menos.
—Todo a su tiempo. —repetía su compañera.
Por las noches, ella mantenía el calor en la cueva para no agravar la situación del depredador ni sufrir las heladas. Aunque teniendo tan cerca al tigre, era casi imposible. Las llamas solo estaban presentes una parte de la noche, el resto era ocupado por el calor propio de su compañero.
Sus amigos los visitaban con frecuencia, llevando lo necesario para ayudar en la recuperación del felino e informar la situación en los caminos bajos.
—No hubo avistamientos. —dijo Manfred. —Se reubicó a la mayoría por seguridad y se designaron algunos animales para montar guardias cada noche.
—Es un gran esfuerzo. —comentó el tigre, sintiendo algo de culpa. —¿Algunos se fueron?
—Tienen la idea de hacerlo, pero esperarán. Saben que es mejor moverse en grupo. —dijo Ellie.
—No es mala idea, pero si ustedes pueden avanzar…
—¿Qué? ¿Quieren más privacidad? —Las zarigüeyas intercambiaron miradas, confundidos como sorprendidos de su propia teoría. —Nunca es suficiente para los colmilludos.
Los machos presentes -salvo por los pequeños- se removieron en su sitio, intentando no ver a sus compañeras.
—Bueno, no queremos seguir sin ustedes. No dejamos a los nuestros atrás.
—Les agradezco amigos. —dio una pequeña sonrisa a los mamuts lanudos.
Esa noche sería la quinta. Según Diego, un tigre se repone en un máximo de siete días y siete noches.
Diego estaba comiendo junto a su compañera. Les habían traído provisiones, por suerte ya sentía el apetito volver y el pescado le sentaba de maravilla.
Sid disfrutaba los jugos de sus bayas, escuchando la madera crujir en las llamas. La cueva estaba tan cálida como las otras noches.
La atmósfera era tranquila, reconfortante; más silenciosa de lo usual, no lo niegan, pero empezaban a preferirlo así. El tigre acabó con su bocadillo y se levantó para buscar el cuenco con agua y beber.
—Espera, también quiero un poco. —llamó la hembra, levantando una pata.
El macho entendía. Si bebía primero, el agua sabría extraño para ella. Agarró el cuenco con su hocico, cuidando de no ensuciar o volcarlo y lo llevó a la perezosa. —Aquí tienes.
Ella lo aceptó y bebió de un costado. —Gracias.
En silencio, el dientes de sable la contempló. Recordó los eventos pasados, la forma en que ella lo cuidó. Sid había sido muy paciente y considerada pese a sus arrebatos por dolor o furia. Lamenta mucho comportarse de ese modo ante ella.
—Ten. —ofreció el cuenco.
Respiró profundo. —Sidney, lo siento.
—¿Qué pasa? ¿Fui grosera? Sabes que algo del agua que tomas cae, no tengo problemas con eso, pero acabas de comer pescado y-
—No, no. Eso no, Sid. Me quiero disculpar por cómo me comporté antes.
La perezosa hizo un esfuerzo por comprender lo que decía, pero no estaba segura de lo que hablaba. —No te entiendo.
Diego le dio una pequeña sonrisa. —Durante la parte más molesta me has acompañado, hiciste lo mejor para mí. No estuve de acuerdo muchas veces y reaccioné mal por impulso.
—Diego…
—Me disculpo por eso, Sid. —no quiso interrumpirla, pero deseaba sincerarse. —De verdad lo siento.
La hembra lo miró perpleja, sin poder reaccionar. No cree que fuera imposible la acción del tigre, solo que le tomó desprevenida. Superó esos momentos al saber que nada fue intencional o malicioso, solo una natural reacción al dolor y la incomodidad.
Ante su silencio, el macho pensó que no eran muy aceptadas sus palabras, así que lo dejó a la expectativa. No buscaba su perdón, solo contarle que se arrepentía por ello.
—Hazme recordar agradecer a Manny por la comida. —señaló las pocas espinas que había sobrado. Se levantó y bostezó, estirando sus patas para acomodarse. —Creo que voy a- ¡Oye!
Un piquete detrás de su oreja lo hizo voltear, era Sidney. —Te dije que no hagas eso. Sigues en descanso y acabas de comer, no es muy sano.
Diego se le quedó mirando un rato. Ella tan solo le dio una sonrisa luego de regañarlo con la mirada. Arrojó sus semillas y raíces al fuego, manteniendo el contacto visual. —¿Sid?
—¿Cómo te encuentras? —Pasó su pata sobre su cabeza, acariciando el pelaje. —¿No duele nada?
Tras un rato de considerarlo, se relajó y se acercó a ella. Si era su forma de perdonar u olvidar, la aceptaría. —Estoy perfecto.
Sidney sonrió, pasando sus garras detrás de las orejas. —Es bueno escucharte.
—A ti también. —sujetó la pata de ella y dio una lamida al pelaje de su antebrazo. Ella se estremeció por el gesto, pudo sentirlo. —Te quedó algo de jugo.
Ambos se prepararon para dormir. No había más que quisieran hacer en la noche que acurrucarse frente a la fogata y arrullar uno al otro. A Diego solo le quedaban cicatrices no tan frescas y partes huecas en su pelaje. A Sid le quedaba un temblor en las patas y el calor acumulado en su rostro; gracias la luz cálida que lo disimula.
—No falta mucho. —dijo al felino.
—Me alegra. Quiero recuperar las fuerzas y volver a moverme.
Sid lo abrazó por la espalda, cuidando de no rasguñar o aplastarlo. —Pronto estarás cazando.
—No hablaba de cazar. —susurró, cerrando los ojos.
Sid apoyó su frente contra su lomo, sus rizos cayeron hasta esconder su rostro. No le preocupaba lo implícito en aquel mensaje. Quería a su compañero justo como antes.