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—¿Sabe qué, general?— dice Manuel, desabrochándose el saco— Desde que empezamos a cartearnos me pregunto si usted es igual de encantador en persona que en sus cartas.
—¿He alcanzado sus expectativas?— pregunta José, sacándose una de sus botas.
—Las ha superado— responde Manuel, mordiéndose el labio sutilmente.
El cielo de Tucumán está cubierto de estrellas y de expectativas. Mientras Manuel se desviste, piensa que hay una sola forma de terminar la noche.
—¿Hace mucho calor, no?— dice, abanicándose con la mano.
José le da la razón:
—Hace mucho tiempo no sentía tanto calor— traga saliva.— Creo que voy a dormir en ropa interior, si no le molesta.
—Con éste calor, no me molestaría que duerma desnudo— bromea Manuel.
José se ríe, y los dos se desvisten en silencio.
Afuera cantan los grillos y, de vez en cuando, se escucha el relinchar de algún caballo. Los soldados están distribuídos a lo largo de la ciudad, y Manuel y José comparten una posada.
—Ésto me recuerda a cuándo estudiaba— comenta Manuel, abriendo la cama.
—¡Iba a decir lo mismo!— sonríe José— A veces, extraño esa época.
—Yo también— Manuel respira profundo, con la reminiscencia de otros tiempos en sus ojos.— Pero, a la vez, experimentar éstos momentos de cambio me genera una profunda pasión.
—Y una peligrosa incertidumbre— agrega José, alzando las cejas.
—General, no tiene que preocuparse por eso. No dejo de escuchar maravillas sobre usted: por lo que dicen, es prolífico en lo que respecta a la batalla.
—Muchas gracias— a José se le escucha la sonrisa, y Manuel cree notarlo sonrojado, pero la tenue luz de la vela no lo deja estar seguro.— Usted, sin embargo, es el alma de ésta guerra. Sus escritos han recorrido toda América, son fascinantes.—Manuel acostado en la cama, se incorpora un poco, pero vuelve a acostarse cuando José agrega: —Castelli y Moreno también escriben muy bien.
—Coincido completamente— asiente Manuel— De acuerdo, buenas noches.
Se hace silencio. Manuel le da la espalda a José. El único movimiento en la habitación es la oscilación de la vela.
—Manuel— susurra José.—¿Quiere… quiere acostarse conmigo?
Lo dice tan bajo que Manuel piensa que quizás no quiere que lo escuche, pero lo dice. José alzó las cejas, Manuel guiñó el ojo: solo queda cantar truco.
Manuel se levanta y se acerca a la otra cama en completo silencio, casi como cuando era adolescente y se escapaba de la casa de sus padres para encontrarse con alguna chica. Los hombres tampoco le son desconocidos: en el Real Colegio de San Carlos hay varios como él. El camino hasta la cama de José, a pesar de ser menor a tres pasos, se le hace eterno. Finalmente, su piel hace contacto con las sábanas e, instantáneamente después, con la piel desnuda de José.
Llevan meses enviándose cartas, planeando este encuentro, pero igualmente se siente surreal.
Cuándo los ojos de Manuel encuentran los de José, él se toma un segundo para mirarlo a la luz de la vela. Tiene el pelo castaño, el color de la gente que alguna vez fue rubia, y ojos profundos. Su piel está mucho más bronceada que la de Manuel, y está cubierta de cicatrices. Manuel respira profundo, pero no duda en juntar sus labios con los de José.
A partir de ahí, la situación para Manuel es tan conocida como el zapateo y, al parecer, para José también. Manuel enrienda sus dedos en el pelo de José, quién le acaricia la espalda. No hay ropa para sacarse, corsets para desatar ni lazos para deshacer, ni siquiera pechos para chupar. Así que se dedican a besarse por el hecho de hacerlo, hasta que la situación amerite otra cosa. Manuel acaricia a José desde la nunca hasta la cadera: los hombros musculosos, el abdomen marcado, la cintura sutilmente definida. El beso es cada vez más pasional, al punto de que casi les falta el aire, y José desliza una mano por la espalda de Manuel, llegando al borde de la única ropa que le queda.
Es lo que viene a continuación lo que intriga a Manuel. Sin embargo, entiende qué va a pasar cuando José se sienta a horcajadas sobre él y empieza a deslizar sus besos por su cuerpo. Besa su cuello, su clavícula, su pecho, su esternón, sus costillas marcadas, su abdomen, el asomo de su pelvis. A medida que baja, le desliza la ropa interior por las piernas, y Manuel se la termina de sacar con los pies.
Antes de que José pueda sacarse la suya, Manuel se apoya en sus codos y se la saca, aprovechando para darle un beso en el abdomen. José, entonces, introduce su pene en el culo de Manuel. Manuel no grita, porque pueden escucharlos, pero se muerde el labio hasta que le duele y agarra las sábanas hasta que los nudillos se le ponen blancos.
A medida que José adquiere ritmo, el cuerpo de Manuel se relaja, al punto de que cierra los ojos por el placer. Sus manos encuentran la cadera de José, y la acaricia con los pulgares. Cuándo se miran, se sonríen con una mezcla de ternura y seducción.
Finalmente, José se inclina para besarlo y, de paso, le acaricia el pene. Llevan meses de tensión, por lo que no es de extrañar que Manuel acabe rápido, y que José lo siga.
Se separan y se quedan mirando el techo. La vela se apagó en algún momento de la noche, y en algún rincón de la mente de Manuel aparece la preocupación de que alguien pregunte por las sábanas. Pero eso es problema para ellos de mañana.
Ahora, Manuel tiene una sola idea: medir el sable del general con su garganta.
×××
El sol que entra por la ventana es lo que despierta a Manuel. En un primer momento, se plantea dormir un rato más, pero después se decanta por cumplir con su deber en tiempo y forma. Manuel teme que, al despertarse, José se arrepienta. No le importa demasiado, de cualquier forma: siempre tiene brazos dispuestos a recibirlo. Si quisiera, podría trazar los músculos de los hombros de José con sus finos dedos y, seguramente, José no se daría cuenta. Pero no lo hace y, en su lugar, le da un suave codazo en las costillas para despertarlo, a la vez que lo besa en la frente.
—José, ¿Querés que te cebe unos mates?