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Las ceremonias matrimoniales en Marley eran algo especial, celebradas exultantemente gracias a la tradición: la boda oficial y la boda sorpresa.
La mayoría de los solteros desesperados acudían en masa a estas ceremonias, ya que era su última oportunidad de conseguir una pareja. Allí, tras finalizar la unión de los novios, ambos arrojaban una flor que simbolizaba la predestinación y quienes las alcanzaran, debían casarse entre ellos.
Era una costumbre tan exitosa entre los Marleyanos que nadie había cuestionado lo absurdo de unirte a un desconocido. No importaba si eran personas de igual o distinto sexo, todos debían terminar unidos en la sagrada comunión del matrimonio.
De esta manera, se creaban más oportunidades para la procreación o adopción de huérfanos, de ser necesario. No es que pudiera quejarse demasiado, Porco mismo y su hermano mayor, Marcel, habían sido adoptados por una pareja infértil gracias a un matrimonio sorpresa.
Eso no implicaba que estuviera de acuerdo con esta mierda.
—No se que esperas al traerme aquí, Marcel, no pienso recoger esa maldita flor.
Su hermano, ahora en silla de ruedas por un accidente, solo le palmeó la espalda y le sonrió con complicidad.
—Solo quiero que encuentres la felicidad.
Proco resopló, incrédulo.
—¿Aunque sea a la fuerza?
—¿Qué tipo de hermano sería si no lo hiciera?
—¿Uno cuerdo? Porque estás loco, Marcel.
—Y tú también, por no aceptar las proposiciones de nadie.
Tuvo que poner los ojos en blanco.
—Es porque nadie vale la pena.
No pasó demasiado tiempo hasta que la feliz pareja, un tipo moreno muy bajito y otro más alto con coleta, arrojaron las malditas flores blancas.
Los gritos de la multitud fueron ensordecedores y entre tanto movimiento, terminaron empujando a Porco hacia un extremo. Terminó llegando hasta el fondo de la sala estrepitosamente, mientras maniobraba en alto la copa con su Martini.
Entonces, las voces comenzaron a callarse y las groserías de Porco también se detuvieron, cuando notó la estúpida flor blanca flotando en su maldito trago.
Las luces del salón se enfocaron en él entonces, mientras que las demás, iluminaban al otro extremo del lugar, al maldito Reiner Braun.
—¡Qué mierda!
Los siguientes minutos pasaron como un borrón frente a sus ojos.
Fue arrastrado al escenario, frente al orador, lo obligaron a decir un “sí” por la tradición, con su hermano riéndose en el fondo todo el tiempo; luego lo empujaron hasta un auto junto a Reiner, el hombre que detestaba con toda su alma y los dejaron solos en una habitación de hotel lujosa, aportada por los novios originales y voluntarios, como decía la costumbre.
—Porco… Yo… —Reiner empezó, con esa voz tan grave y profunda que le erizaba la piel y Porco lo hizo callar con un gesto de mano.
—No se tú, pero voy a llamar a servicio a la habitación —espetó, mirando al hombre con desprecio y levantando el teléfono de la mesita de noche—, pediré varias botellas de licor y voy a emborracharme como condenado.
—Sí. Eso suena… Bien.
Entonces se emborracharon.
A la segunda copa de whisky, Porco quería gritarle a Reiner por maldecir a su familia. No solo por haber provocado el accidente de coche que dejó a su hermano en una silla de ruedas, sino también por presentarse a esta boda y terminar casándose con él.
A la tercera, tenía un nudo de frustración en la garganta, por todas las esperanzas de libertad perdida, ya que no había divorcios para los matrimonios sorpresa.
Cuando empezó su quinta copa, se convirtió en un borracho enojado pero triste, lamentándose por odiar a Reiner pero encontrarlo atractivo de todas formas.
Por supuesto, pasó por todas esas etapas en voz alta, porque era un cabrón de boca suelta.
—¿En serio? ¿Crees que soy sexy? —Reiner preguntó, con una cantidad patética de asombro, muy propio de un borracho.
Porco asintió con un hipo y se inclinó hacia él, empujando uno de sus firmes pectorales con la punta de su dedo.
—Eres tan macizo que duele, maldito seas.
El imbécil se sonrojó, como si hubiera escuchado un elogio en lugar de una recriminación. Su cabello rubio estaba hecho un desastre puntiagudo y su barba dejaba un rastro hasta rozar el cuello de la camisa muy cerrada.
Porco quiso desabotonar esa mierda con los dientes. En su lugar, su mano subió hasta el cuello para soltar la corbata de Reiner y tener mejor acceso a su cuello. Lo tenía grueso por todos los músculos… ¿qué más podría compartir ese grosor en él?
—¿Porco?
—Dime, Reiner…¿eres tan grande en todas partes?
—Mierda —susurró el bastardo, mirándolo con incredulidad borracha, antes de levantar sus propias manos, grandes y toscas también, para deshacerse de la corbata de Porco esta vez—. Tú…¿quieres comprobarlo?
Porco frunció el ceño y replicó:
—¿Tú quieres que yo vea lo grande que eres?
Reiner, su maldito esposo macizo y bien construido desde que cumplió los veinte años, le murmuró, con esa voz profunda que endurecía a cualquiera, que sí lo quería.
—Vas a arrepentirte de esto, bastardo —espetó Porco, desvistiendo a Reiner y tocándolo con torpeza hasta dónde llegaban sus manos—. Voy a romperte el culo, no importa lo grande que seas.
—Oh, dios, por favor…
Las súplicas de Reiner se mezclaban entre todos los esfuerzos que hicieron para desnudarse y probarse mutuamente. El sudor del hombre era salado en su lengua, sus gruñidos, seductores en sus oídos y sus manos firmes enganchadas en la espalda de Porco le hacían pulsar la ingle.
—¿Te gusta ser una novia, hm? Eres mi perra ahora, ah…
—Sí, Porco… Tócame así.
Resultó que un Reiner borracho estaba más que dispuesto a que jugaran con su agujero y después, a que lo pusieran de rodillas frente a la cama y lo jodieran a pelo con las rodillas raspadas por la alfombra.
—¡Sí, justo ahí!
Porco lo embestía a un ritmo pausado pero profundo. Su carne al tocarse resonaba en la habitación, haciendo eco con sus jadeos e insultos provocadores para Reiner.
Recordaba muy bien como su hermano, años atrás, le había dicho que su amigo miraba a Poco como si quisiera comérselo. Al final, era Reiner quien quería ser defenestrado por el hermanito de su mejor amigo, ser humillado mientras le metían una verga por el culo.
El torpe y brusco encuentro acabó bastante rápido, pero fue la descarga de energía que necesitaban para rendirse al sueño y acabar con ese día espantoso.
A la mañana siguiente, ambos se despertaron con una resaca terrible, el cuerpo asqueroso por el sudor sumado al semen seco y un matrimonio que, por lo menos, les iba a brindar una buena dosis de sexo.
Que viva la tradición, de hecho.