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Noa había vuelto diferente, la primera en notarlo fue Soona y luego su propia madre. Pero no era por el hecho de haber madurado a causa de su edad y ahora tener la responsabilidad de ser el líder de su clan.
Algo más lo había cambiado. Alguien lo había cambiado.
Eco.
En su clan a los humanos se los llamaba Eco porque estos no hablaban, sino que repetían una serie de sonidos una y otra vez cada vez más fuerte, como un Eco en una cueva.
Pero Mae no era ninguna Eco, ella podía hablar y articular palabras perfectamente, antes de revelar su secreto, una parte de Noa ya lo sabía.
Las turbulencias de su viaje los unió de una manera que ninguno de sus propios lados, humano y simios, jamás lograría comprender.
Desde la última vez que se vieron ninguno de los dos podía parar de pensar en el otro. Mae todas las mañanas salía del bunker y paseaba con su caballo. Cada día se acercaba un poco más a dónde se encontraba la aldea de los simios, con la esperanza de volver a verlo fuera de las fronteras tal cual como fue su primer encuentro.
Pero Noa siguió dentro de su aldea. Ahora tomaba el lugar de su padre como maestro de las aves con Sol, el águila, en su brazo. Ayudaba a otros simios pequeños enseñándoles a escalar, explicándoles la tradición de la creación del vínculo entre ave y simio.
Su madre y las demás hembras adultas le insistían que ahora como líder debía elegir una pareja, una esposa. Desde hace años se daba por sentado que esa sería Soona, su amiga de la infancia.
Noa también pensaba eso, Soona y él se criaron juntos, tenían una relación que de a poco se aventuraba por fuera de los límites de la amistad, o por lo menos eso creía antes.
Ahora cada vez que la conversación de esta unión era traída a él, intentaba cambiar de tema con excusas de que estaban muy ocupados con la reconstrucción de la aldea como para perder tiempo en una ceremonía.
Pero sus pensamientos siempre volvían a la humana. En lo alto de la torre donde se encontraban las aves, allí pasaba varias noches en vela con la excusa de hacer guardia. Miraba hacia el horizonte, más allá del valle y los árboles, con esperanzas de que ella volviera. En su mente tenía la idea de que si ella regresaba, iba a ser aceptaba como un simio más, a pesar de su aspecto y a pesar de haberlos abandonado en la inundación.
Y casi sucedió.
Una de sus noches de vigilancia en la torre, a la distancia creyó ver un caballo, la criatura que lo montaba no parecía tener tanto vello como un simio.
Tenía que ser ella.
Velozmente bajó de la torre y se introdujo entre los arbustos siguiendo la dirección en donde la había visto, se detuvo en seco cuando la vió apuntándole con un arma. La misma arma con la que una vez le había salvado la vida a Soona.
Aunque era un acto muy agresivo, no tomó ofensa en el. Ella no podía notar quién era ya que él se encontraba escondido entre las ramas y la oscuridad, para ella él era solo una sombra amenazante.
—¿Quién está ahí? —gritó asustada.
Ella si estaba visible, a la luz de la luna pudo ver su expresión de miedo y el brillo en sus ojos claros. Noa se arrepentía de haber venido, había dado un paso atrás hasta que lo vió.
El collar.
El collar de Raka que le había dado en su despedida, se tambaleaba en un vaivén sobre su cuello, un símbolo de paz.
—Soy yo.
Recordaba lo que podía hacer un artefacto así, todavía tenía grabado el recuerdo del agujero que causó en el pecho del simio que amenazaba con matar a Soona.
Sabía que ella no confiaba en él, que acercarse podría resultar en su destrucción. Pero no podía evitar moverse como si hubiera un imán que lo tiraba hacía ella.
Aguantando la respiración movió sus pies hacía adelante, caminó para estar debajo de la luz de la una para que lo reconociera.
—¿Noa?
Su voz sonaba suave, pero aún así no soltaba el agarre que tenía en el arma. Noa sintió una punzada en el pecho, lo sucumbió la sensación de duda ¿Sería capaz de traicionarlo de nuevo? ¿Era un iluso al pensar que era buena idea verla?
Sus ojos se encontraron, ojos verdes contra azules. La pradera le pedía piedad al salvaje océano.
—¿Qué hacés aquí? —preguntó aún sin bajar el arma.
—¿Yo? —giró a un costado su cabeza, mostrando confusión—. Estamos cerca de mi aldea.
Mae no respondió, no quería admitir que una parte de ella vivía sus días con la esperanza de volverlo a ver.
La cara de Noa expresaba tristeza, por su traición, por no tenerle confianza. Pero aún así no había enojo o decepción.
Él era un simio, era mucho más grande que ella. Incluso si intentara dispararle, él podría lanzarse sobre ella y con solo una mano matarla.
Pero no lo hacía.
Se mantenía agachado, con las manos en alto. Rendido ante ella, dispuesto a ser traicionado una vez más.
Él era un animal, una raza inferior. Pero en sus ojos veía una compasión que ni siquiera se veía en los humanos.
—Todavía lo tienes.
La voz de Noa la echó de sus pensamientos. Se dió cuenta que había aflojado el agarre en la pistola, volvió a presionar los nudillos en el mango.
—¿Qué?
—El collar de Raka —señaló con un dedo a su cuello.
En un reflejo protector, agarró el símbolo con una mano. Una vez más intercambiaron miradas. La marea en sus ojos se atenuaba.
—Es importante ¿No?
Mae bajó despacio el arma y sin apartarle la mirada la guardó en la parte trasera de su pantalón.
—Sí, importante —Noa sonrió y bajó ambas manos—. No respuesta.
—¿Qué?
—Yo estoy cerca de mi aldea ¿Tú qué haces aquí?
—Buscaba comida —mintió—. No me di cuenta que me había alejado tanto de mi campamento.
—¿Estás sola?
—No, encontré a otros humanos como yo —posó una palma de la mano en su pecho—. Estamos reuniéndonos de a poco en grupos.
—¿Hay más cómo tú?
—Sí, pero no tantos, mi grupo debe ser más pequeño que tu aldea.
Noa asintió, se empezó a acercar con pequeños pasos para no asustarla.
—¿Lejos…?
Dió otro paso más hacía ella, si estiraba la mano podía tocarle la cara. Una cara sin pelo.
Ella era extraña para él, sin vello, delgada, frágil.
Se encontró pensando cómo se sentiría su piel si la acariciara.
Ella lo miró expectante de que terminara de construir su pregunta.
—¿Tu campamento es lejos de aquí?
—Sí, pero si salgo ahora llegaré en el amanecer.
—Peligroso. Quédate aquí, puedes dormir arriba—le señaló a lo lejos la torre que se alzaba a la distancia entre los árboles.
—No creo que tu aldea me deje quedarme luego de lo que pasó.
Ella tenía razón, incluso cuando lo fue a ver por su despedida varios de los simios sentían rechazo hacía ella. Incluso Soona y su madre habían hecho comentarios cuestionando que no debería haber venido a verlo.
—Secreto —se señaló a sí mismo y luego a ella.
Mae negó con la cabeza.
—No es buena idea, pensarán que estás traicionando a tu clan. Voy a volver, si salgo ahora llegaré al amanecer.
Noa rompió el poco espacio que había entre los dos y la tomó del brazo, con la mirada hacía abajo, le suplicaba quedarse.
Sabía la fuerza que tenía en sus manos, pero aún así no sentía esa presión en su brazo. Era delicado.
—Peligroso, fogata aquí —señaló a su alrededor.
Empezó a caminar entre los árboles arrancando ramas. Mae se quedó inmovil mientras lo escuchaba ir y venir. Miró hacía el lado contrario y luego a su caballo, pensando en irse sin decir nada y dejarlo sólo allí.
Pensaba en abandonarlo una segunda vez. Esta vez nadie saldría dañado, sólo tenía que tener el valor de irse.
Suspiró cansada y se aventuró entre los árboles para buscar ramas.
Todo su cuerpo le pedía salir corriendo de allí, que había sido mala idea acercarse tanto a la aldea de simios, pero la compasión de Noa por ella la conmovía. Así que ahí estaban, sentados alrededor del fuego. Como en sus primeros días de aventuras juntos, aunque esta vez ella estaba limpia y hablaba. Esas dos versiones de ellos ahora serían irreconocibles.
Era un segundo encuentro, un conocerse de nuevo.
—Duerme. Yo vigilo.
—Está bien, no tengo sueño.
Noa asintió rápido y enfocó su mirada en el fuego. Estaban sentados uno al lado del otro. Varias veces abrió y cerró la boca intentando empezar una conversación, hilar una oración, algo que decirle. Ella se daba cuenta y esperaba expectante.
Cuando estaba a punto de lograr formular algo parecido a una pregunta, los interrumpió el sonido de un ave yendo en su dirección.
Mae asustada se paró y empezó a tantear su espalda para sacar su arma.
—¡No! —gritó Noa—. No hace daño, mía.
—¿Tuya? Es un águila.
—Mi clan las cría —extendió el brazo para que el ave aterrice—. Sol, —acercó el brazo a Mae como una presentación— te presento a Mae —movió el brazo para que pudiera mirar al ave a los ojos—. Era de mi padre. Ahora me sigue a mí.
—Tu padre… ¿Fue asesinado?
Bajó el brazo obligando a que el ave volara, su mirada se oscureció.
—Sí, por los simios de Proximus César, cuando atacaron mi aldea.
Mae se acercó un poco más a él.
—Lo siento.
—¿Tu grupo también murió? Recuerdo a Proximus hablando de ellos.
Mae bajó la cabeza, como si se sintiera derrotada con esa pregunta, evitó mirarlo a los ojos.
—Sí, con un grupo de humanos como yo íbamos en busca de la bóveda cuando nos encontraron —hizo una pausa antes de hablar, sus respiraciones sonaban entrecortadas como si estuviera a punto de llorar—. Estaba más lejos, investigando, cuando los oí.
El fuego iluminaba el contorno del rostro de Mae, levantó la mirada hacía las llamas y Noa pudo notar el brillo de una lágrima cayendo por su mejilla.
Se quedaron en silencio mirando la fogata, instintivamente sus cuerpos se acercaban el uno al otro como un centro de gravedad. Sin saber si era por el frío de la noche o por el anhelo de estar junto a alguien que los entendía completamente.
Eran dos especies diferentes, enemigas, una dominante sobre la otra. Pero bajo ese cielo estrellado eran iguales. Habían querido y habían perdido bajo el mismo poder opresor.
En su propio duelo se encontraron el uno al otro, en su propio dolor se podían respaldar entre sí.
Estaban tan cerca uno del otro que sus rodillas se rozaban entre sí, como si no quisieran romper un hechizo del que eran parte, evitaban sus miradas. Ambos se concentraron en las llamas.
—Puedes quedarte —dijo Noa aún sin mirarla—. Mañana puedo hablar con los ancianos. Pedir que seas parte del clan.
Por el rabillo del ojo podía ver que Mae negaba con la cabeza.
—Nunca me aceptarían, los deje a su suerte con Proximus.
—Pero salvaste a Soona y nos diste una oportunidad de escapar. Ellos entenderán.
—No necesito que ellos entiendan, yo soy la que no entiende —giró su cabeza para mirarlo—. Tengo a mi propia gente, tú debes quedarte con la tuya.
—No tiene que ser así —giró la cabeza para devolverle la mirada—, podemos ser la aldea del otro. Como Raka y su compañero.
La mención del orangután fue un pequeño puñal al corazón, este había dado su vida por ella sin saber que no era buena. Lo sentía como un sacrificio en vano. Había dado su vida para seguir con las palabras de César, con la esperanza de que algún día los humanos y los simios vivieran en paz de nuevo. Bajó la mirada a su collar, al símbolo de César. Un símbolo de paz.
Raka se lo había regalado a Noa y luego Noa a ella, se iban pasando uno a uno la promesa ¿Pero esta podía ser cumplida?
Agarró entre sus manos el medallón, aferrándose al recuerdo y tal vez un poco, a la esperanza.
—No tienes que decidir ahora —Noa la interrumpió de sus pensamientos—. Duerme, mañana —señaló a la torre—, el clan.
Mae no respondió, su silencio para Noa fue un “lo pensaré”, era suficiente para él.
Apoyaron sus espaldas en un tronco, Noa alimentaba el fuego con unas ramas pequeñas. Concentrado en su tarea, Mae aprovechó a verlo sin tener la ansiedad de ser descubierta. Sus movimientos eran gentiles, elastizados. Su rostro cansado, con la luz de la fogata mezclada con las sombras de la noche, hacía que su pelaje se viera de diferentes tonos de color marrón.
Era raro para ella.
Él era un simio. Un peligro. Inferior.
Pero aún así se sentía segura a su lado, Noa no era como los demás. No era como Proximus. Se preguntaba si él pensaba igual de ella, si la veía como los demás humanos, si se sentía amenazado por ella por haber sido traicionado.
Perdida en sus pensamientos comenzó a sentir pesados los párpados, había sido un día largo. Miró la mezcla de amarrillo y naranja que desprendía el fuego una última vez y se dejó llevar por el sueño.
Se despertó antes del alba, había retazos de luz haciéndose paso entre las ramas. Había un silencio absoluto.
Su mirada recorrió su alrededor, desde la fogata apagada, su caballo, el águila apoyada en una roca y Noa.
Estaba durmiendo a un costado, el sueño también lo había vencido.
Estaba hecho un ovillo, en esa posición casi parecía pequeño. Podía ver movimiento detrás de sus párpados, estaba soñando o teniendo una pesadilla.
Su mirada pasó consecutivamente en tres puntos. La torre. Noa. El otro lado del valle.
Si él se despertaba iba a querer que lo acompañe dentro de su aldea, que viviera con él y los demás simios. Ella no le había dicho que sí ni que no, una parte de ella temía que la quisiera obligar. Que la tuvieran captiva, como una mascota.
Otra parte se odiaba a sí misma por desconfiar tanto. Quería que fuera parte de su vida, pero eso era algo imposible. Algo que siempre traería conflictos.
La idea de un mundo donde ambas especies pudieran convivir, era un cuento de hadas. Nunca habría paz entre ellos.
Le dió un último apretón a su collar, observó por un largo rato una última vez a Noa, intentando guardar en su recuerdo todas sus facciones.
Inspiró hondo y se subió a su caballo.
Se fue. Huyendo, por segunda vez.
De nuevo dejándolo a su suerte
Esta vez sin ninguna traición de por medio, pero dolería mil veces peor.