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Aegon
Desembarco del Rey nunca le otorgó paz. Desde sus primeros pasos en la Fortaleza Roja, Aegon Targaryen había sentido la opresiva presencia de los muros que parecían cerrar cualquier salida hacia un respiro de libertad. La ciudad, con su bullicio constante y el juego de intrigas, se había convertido en un laberinto de ansiedades, donde cada rincón escondía tanto promesas como peligros. Era un lugar que le había ofrecido pocos momentos de calma y escasos refugios.
A lo largo de los años, Aegon había aprendido a convivir con esa tensión casi palpable, aceptando que la tranquilidad era un lujo inalcanzable en el corazón del poder. Pero a pesar de esa constante sensación de desasosiego, había momentos en que la tristeza de estar lejos de la ciudad se hacía tan fuerte que se sentía como si el mundo se desmoronara a su alrededor. Durante su periodo de ausencia, el sentimiento de pérdida era una carga pesada, como si cada paso lejos de la Fortaleza Roja le alejara de un trozo de sí mismo, del familiar pero inquietante refugio que había conocido desde su infancia.
El contraste entre la Fortaleza Roja y cualquier otro lugar en el que se encontrara era abrumador. La inquietante serenidad que Rocadragón le había dado parecía tan distante como un sueño. Lejos de la opulencia y la tensión de la capital, Aegon se había sentido como un barco a la deriva en un mar desconocido. La desorientación lo había envuelto y el sentimiento de estar perdido se hacía cada vez más fuerte, como si estuviera navegando sin rumbo, sin el ancla de su vida cotidiana para estabilizarlo.
Cuando sintió los cálidos brazos de su madre rodeándolo, Aegon experimentó una sensación de pertenencia que había echado de menos. El abrazo de Alicent era un refugio tangible en medio del tumulto de sus pensamientos y emociones. Mientras su madre lo envolvía en su abrazo protector, un profundo suspiro de alivio escapó de sus labios, y sus tensiones parecieron desvanecerse, como si las mismas paredes de la Fortaleza Roja pudieran ofrecer un pequeño respiro.
El aroma a lavanda que emanaba de Alicent llenó sus sentidos, un perfume sutil pero reconfortante que evocaba recuerdos de tiempos más sencillos. Ese dulce olor, tan asociado a su madre, actuaba como un bálsamo para su alma inquieta. En ese instante, Aegon fue transportado a momentos en que la vida era menos complicada, cuando él y su madre compartían una cercanía que le ofrecía consuelo y estabilidad.
Recordó aquellos días en que eran solo ellos dos, momentos en que el mundo exterior parecía desvanecerse, y la Fortaleza Roja no era más que un trasfondo distante. En esos días, el simple acto de estar juntos había sido suficiente para enfrentar las adversidades. La compañía mutua era un ancla en la frágil estabilidad de sus vidas, un recordatorio de que, incluso en los tiempos más oscuros, había un lugar donde podía encontrar amor y seguridad.
Al escuchar la voz de su madre, suave y llena de ternura, Aegon sintió un nudo en la garganta.
—Mi dulce príncipe, te extrañé tanto. —dijo Alicent, y esas palabras, llenas de sincera emoción, resonaron profundamente en el corazón de Aegon.
La dulzura de su voz parecía llenar el aire con una calidez que contrarrestaba la frialdad que a menudo sentía en su entorno. La expresión de su amor y preocupación estaba reflejada en cada sílaba, y en ese momento, Aegon no pudo evitar aferrarse más a ella.
—También te extrañé, madre. —respondió Aegon, las palabras salieron de sus labios con una fragancia de vulnerabilidad, apenas audibles en el silencio que envolvía la habitación.
El abrazo se rompió lentamente, dejando un espacio entre ellos que estaba lleno de una tensión emocional palpable. Aunque sus cuerpos se separaron, sus manos se encontraron, y las yemas de sus dedos se entrelazaron en un contacto que parecía ser el único vínculo firme en ese momento. Alicent lo miraba con ternura, pero también con una tristeza que reflejaba el peso de los sentimientos que ambos compartían.
Aegon intentó mantener su mirada firme, pero los recuerdos de Rocadragón lo atormentaban, emergiendo de las sombras de sus sueños con una claridad dolorosa. La noche en que la tragedia se desató se repetía en su mente, una y otra vez, sin piedad. Cada imagen, cada sonido, era un recordatorio cruel de su propia irresponsabilidad. El vino, que en su momento había sido una fuente de alivio temporal, se había convertido en un verdugo silencioso que arrastraba consigo la desgracia.
Gerardys, con su característica delicadeza y en privado, le había comunicado la noticia que había temido. No había sido un mensaje fácil de digerir; el lamento en la voz del maestre se había mezclado con el sentimiento de derrota que Aegon llevaba dentro. La pérdida de su hijo, un niño que nunca tuvo la oportunidad de ver la luz del día, era un peso que no podía compartir con nadie más. La culpa y la decepción se habían instalado en él como huéspedes no deseados, y el temor de que sus errores fueran vistos como una carga colectiva solo aumentaba su angustia.
Aegon suspiró entrecortadamente, su respiración temblando mientras desviaba la mirada de los ojos de su madre. No quería enfrentarse a la angustia que veía reflejada en su mirada, y en un impulso de evasión, se apartó completamente de ella. Se movió con pasos vacilantes hacia el lado de Daemon, quien había permanecido en silencio desde su llegada. De hecho, el silencio entre ellos había comenzado mucho antes, desde el momento en que abandonaron Rocadragón.
No habían intercambiado más que un par de palabras vacías y casuales desde entonces, y el silencio que se había extendido entre ellos era palpable y denso. Cada conversación había sido breve y desprovista de significado real, un intento superficial de mantener una fachada de normalidad mientras la distancia emocional crecía entre ellos.
Era especialmente difícil para Aegon enfrentarse a Daemon en ese momento. La tensión entre ellos no solo se debía a la reciente tragedia, sino también a la decisión de Daemon de ignorarlo durante semanas. La incapacidad de Daemon para ofrecer consuelo mutuo había dejado a Aegon con un sentimiento de desolación. La falta de comunicación y el distanciamiento habían acentuado su dolor, haciendo que la soledad que sentía fuera aún más aguda.
Aegon pensaba que tal vez debía esperar este tipo de comportamiento de Daemon. Siempre habían sido diferentes en muchos aspectos, y había pensado que era esa misma diferencia lo que los unía, que era lo que los hacía complementarse de manera única. Pero con cada día que pasaba, ese pensamiento comenzaba a desmoronarse. La certeza de que estaban destinados a ser una unidad perfecta y armoniosa se desvanecía lentamente, reemplazada por una creciente duda y una sensación de disconformidad.
La forma en que Daemon se había retirado, su silencio implacable y su aparente indiferencia, dejaba a Aegon con una sensación de vacío. La conexión que una vez habían compartido, y que él había creído tan fuerte e inquebrantable, parecía ahora más frágil y cuestionable. El peso de la tragedia había acentuado sus diferencias en lugar de unirlos, y la promesa de una comprensión mutua y un consuelo compartido parecía cada vez más lejana.
El tiempo y las circunstancias estaban demostrando que, tal vez, el destino no deseaba que fueran tan inseparables como había imaginado.
Alicent
Alicent observaba a través del espejo, su mirada fija en la imagen de su hijo reflejada en la superficie de cristal. La escena era un contraste doloroso con la imagen que solía conocer; los ojos de Aegon, antes llenos de vida y expresión, ahora estaban tristes y apagados. La inexpresión en su rostro era tan profunda y palpable que incluso un ciego podría haber sentido la desolación que emanaba de él. La transformación en su semblante era un recordatorio cruel de la tragedia que los había golpeado, un testimonio mudo de su sufrimiento.
El silencio en la habitación era denso, cargado con la tensión de emociones no expresadas y pensamientos no compartidos. Alicent, sintiendo el peso del silencio, rompió la quietud con una voz suave y medida.
—Hice de los aposentos lo más cómodos para ambos.
Su tono era firme pero con un matiz de preocupación, intentando ofrecer algo de consuelo en medio del dolor. Aegon la miró y esbozó una leve sonrisa que, aunque era un intento de mostrar gratitud, parecía forzada y desconectada. Alicent pudo ver a través de ese gesto. La sonrisa era un mero reflejo de esfuerzo, una muestra de la lucha interna que su hijo enfrentaba.
Ella suspiró imperceptiblemente, un suspiro que llevaba consigo la comprensión de la magnitud del dolor que Aegon estaba sintiendo. Aunque intentaba ofrecerle un refugio cómodo, sabía que las palabras y los gestos, por más bienintencionados que fueran, no podían llenar el vacío dejado por la pérdida. Aceptar el hecho de que no podía imaginar completamente el dolor que su hijo estaba atravesando la dejaba con una sensación de impotencia, un dolor compartido pero ineficaz en su forma de consolar.
La incapacidad de Alicent para aliviar el sufrimiento de Aegon le resultaba dolorosa. Ella trataba de estar a la altura de su rol de madre, de ofrecer el tipo de apoyo que ella misma hubiera querido recibir en una situación similar. La realidad, sin embargo, era que el dolor de perder a un hijo era una experiencia tan vasta e indescriptible que incluso el consuelo más sincero parecía pequeño en comparación con la magnitud del sufrimiento.
Cuando Alicent terminó de cepillar el cabello plateado de Aegon, se apartó con delicadeza, permitiendo que él se dirigiera hacia la cama con un movimiento lento y cansado. Ella lo siguió de cerca, cada paso un eco de recuerdos que se agolpaban en su mente como olas en la orilla. A medida que Aegon se acomodaba en la cama, el gesto de abrigo y cariño se entrelazaba con una profunda nostalgia.
El ritual de cepillar su cabello, un acto íntimo que había repetido muchas veces en el pasado, evocaba recuerdos agridulces. Alicent echaba de menos aquellos tiempos, cuando Aegon era un niño pequeño que solía pedirle que le leyera la historia de la princesa Nymeria. Recordaba cómo sus ojos brillaban con un entusiasmo inocente mientras se sumergían en las aventuras de la princesa guerrera, y cómo su risa, pura y contagiosa, llenaba el ambiente cada vez que ella lo sorprendía con besos inesperados.
Esos momentos de ternura y alegría ahora parecían lejanos, como un sueño difuso que se desvanecía con el paso del tiempo. Alicent anhelaba esos días en los que Aegon miraba el mundo con ojos soñadores, un contraste abrumador con la expresión cansada que él mostraba ahora. La pérdida de esa luz y el cambio en su comportamiento se sentían como un peso abrumador en su corazón.
Mientras abrigaba a Aegon con las mantas, el calor de su amor maternal era evidente en cada movimiento cuidadoso. Finalmente, se sentó en el borde de la cama, sus dedos rozando suavemente la tela de las mantas mientras observaba a su hijo. Aegon la miraba con una expresión que Alicent no logró descifrar del todo. Era un enigma que la llenaba de inquietud, una mezcla de tristeza y búsqueda.
El silencio se rompió con una pregunta que Aegon formuló con una voz casi inaudible.
—¿Me amas?
La pregunta, simple pero cargada de significado, hizo que el corazón de Alicent se sintiera como si fuera perforado por un punzón. El dolor que experimentó en ese momento era tan agudo que parpadeó repetidamente, intentando evitar que las lágrimas acumuladas en sus ojos se derramaran. La lucha por mantener la calma en su respiración era en vano; el intento de ser fuerte frente a su hijo se veía comprometido por la intensidad de sus emociones.
En lo más profundo de su ser, Alicent se debatía entre la tristeza y la autocompasión, cuestionándose el origen de la inseguridad que parecía haber atrapado a su hijo. A medida que lo miraba se preguntaba si había hecho lo suficiente para demostrarle cuánto lo amaba. El peso de sus propias fallas y errores la abrumaba, y cada vez que fallaba, sentía que no estaba a la altura del amor y la protección que Aegon necesitaba.
Alicent recordaba los momentos en que había intentado ser una madre ejemplar, los esfuerzos que había hecho para brindar a Aegon un entorno lleno de amor y estabilidad. Sin embargo, las dudas la comenzaron a acosar. Se cuestionaba si había sido capaz de transmitirle a su hijo todo el amor y la seguridad que necesitaba, o si sus errores y limitaciones habían creado una brecha que ahora se manifestaba en la forma en que Aegon buscaba su afecto y aprobación.
Mientras Aegon la miraba con esa expresión de vulnerabilidad, Alicent sintió una oleada de determinación. Aunque la inseguridad y el dolor la consumían, sabía que debía hacer todo lo posible para ofrecerle a su hijo el consuelo que necesitaba. Con un esfuerzo consciente, intentó alinear sus sentimientos con sus palabras, y se inclinó hacia él con una expresión de firmeza y sinceridad.
—Te amo mucho. —dijo Alicent, su voz llena de un afecto palpable y sincero. Sus palabras se formaban mientras asentía con fuerza, queriendo que Aegon sintiera la convicción detrás de ellas. La necesidad de transmitirle a su hijo la certeza de su amor era urgente y profunda.
Con un gesto lleno de ternura, Alicent extendió su mano, encontrando la de Aegon. Su mano se cerró alrededor de la suya con una delicadeza que revelaba la profundidad de sus sentimientos.
Aegon, con la mirada fija en un punto indefinido, desvió su atención hacia otro lado por un breve instante. El miedo y la melancolía se reflejaban en sus ojos, marcando un contraste doloroso con la figura que su madre había conocido desde su infancia. Finalmente, con una expresión que contenía una mezcla de vulnerabilidad y anhelo, volvió a mirar a Alicent.
—¿Crees que Daemon me siga amando? —preguntó Aegon, su voz apenas un susurro tembloroso. La pregunta, simple en su formulación, estaba cargada de una inseguridad que era palpable.
Alicent sintió un nudo en el estómago al escuchar las palabras de Aegon, un dolor que se mezclaba con la comprensión de la raíz de la angustia que atormentaba a su hijo. La intensidad del sentimiento que Daemon había representado en la vida de Aegon, una constante de amor y apoyo, ahora parecía ser la causa de su incertidumbre y desasosiego. Alicent se dio cuenta, con un estremecimiento, de que las cartas que Daemon había enviado, cuidadosamente redactadas para proyectar una imagen de normalidad, en realidad ocultaban una verdad más dolorosa: la relación entre ellos se estaba deteriorando.
Se recriminó a sí misma por no haber notado las señales desde el principio. En circunstancias normales, Daemon habría estado en los aposentos junto a Aegon, proporcionando el apoyo y el consuelo que su hijo necesitaba. En lugar de eso, ahí estaba ella, esforzándose por mantener la compostura y ofrecer un consuelo que no podía reemplazar la presencia de Daemon.
Alicent suspiró profundamente, tratando de despejar la confusión y el dolor que sentía, mientras buscaba las palabras adecuadas para aliviar la inquietud de Aegon. La responsabilidad de consolar a su hijo, en medio de su propia preocupación, parecía una tarea monumental.
—A veces, las circunstancias y el tiempo pueden cambiar a las personas. —dijo Alicent con una voz suave y reconfortante. Una ligera sonrisa se formó en sus labios, un intento de ofrecer un rayo de esperanza en medio de la tristeza. —Pero eso no significa que el amor que una vez hubo se haya ido, porque lo que ha sido verdadero nunca se pierde, ni siquiera en los momentos críticos.
El silencio llenó la habitación nuevamente, esta vez ligero y cómodo, aunque cargado de una melancólica serenidad. Alicent sintió que, a pesar de las palabras que había dicho, el vacío dejado por Daemon seguía presente. Ella deseaba que Aegon pudiera sentir en su corazón la certeza que ella intentaba transmitir.
—¿Pasaste esto con nuestro rey? —preguntó Aegon de repente, su voz rasgada por una mezcla de curiosidad y expectativa.
Alicent vaciló al responder, su sonrisa temblando ligeramente mientras se enfrentaba a la pregunta de su hijo. La realidad de su relación con el rey vislumbró en su mente como una serie de recuerdos dolorosos y complejos, y el peso de esos recuerdos hizo que le resultara difícil mantener la expresión de tranquilidad que había intentado proyectar.
—Bueno, la relación entre ambos siempre fue un poco complicada. —admitió Alicent con honestidad, su voz cargada de una tristeza que resonaba en sus palabras. —Pero estamos juntos, incluso después de dos décadas.
Aegon suspiró profundamente, la tensión aún evidente en su rostro. Aunque su expresión no cambió mucho, el peso de sus preocupaciones seguía allí, tan palpable como antes. Alicent, al ver esto, sabía que debía hacer un último esfuerzo para calmar a su hijo. Con determinación, trató de ofrecerle una perspectiva que pudiera reconfortarlo.
—Los sentimientos de un dragón son intensos y difíciles de cambiar. —comenzó Alicent con voz firme pero cariñosa, buscando en sus palabras un anhelo de esperanza para su hijo. —Daemon, aunque a veces pueda ser un canalla, siempre ha amado a su familia. Y tú eres parte de esa familia, Aegon. Eres su esposo, alguien a quien ama profundamente.
Alicent apretó suavemente la mano de Aegon, tratando de infundirle confianza y seguridad. Sus palabras eran una mezcla de verdad y consuelo, un intento de despejar las nubes de incertidumbre que oscurecían el corazón de su hijo.
—No debes preocuparte por la posibilidad de perder su amor. —continuó Alicent, con un tono que buscaba ser una roca firme en medio de la tormenta emocional de Aegon. —Ese amor nunca se perderá, confía en mí. Soy tu madre, y sabes que tu madre siempre tiene la razón.
Aegon la miró con alivio, y por primera vez en toda la noche, una pequeña sonrisa comenzó a formarse en sus labios. La expresión en su rostro cambió, y el gesto de preocupación que lo había caracterizado durante ese tiempo dio paso a una sonrisa tímida pero genuina. Alicent sintió un leve estremecimiento de alivio al ver ese cambio. Era como si la luz de una vela se hubiera encendido en medio de la oscuridad.
El corazón de Alicent se ablandó al ver a su hijo sonreír por primera vez en toda la noche. Un brillo de satisfacción y amor llenó sus ojos mientras mantenía su mirada fija en la de Aegon. La simple expresión de su hijo, esa pequeña chispa de alegría, era suficiente para hacer que el peso de la noche pareciera un poco más ligero.