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Luchar, bailar, morir

Chapter 7: Comprar, comer, sufrir

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Jihwa miró la ropa deportiva y el traje. Se puso la mano en la barbilla y chasqueó los dedos.

—¡Ya lo tengo! Iremos de compras.

A Mumyeong le hubiera encantado resistirse un poco más. Las aglomeraciones le agobian y el centro comercial está repleto de gente. En cada rincón, en cada tienda, es imposible gozar de cierto espacio vital y siente que va a asfixiarse. O lo haría si Jihwa no estuviera pasándole un modelito tras otro, sin apenas darle tiempo para vestirse y desvestirse.

Una camisa morada y el pantalón marrón claro.

—¿Te gusta?

Ni siquiera recuerda cuándo fue la última vez que hizo algo parecido.

Un jersey azul y unos pantalones negros.

—¡Uhm! Te hacen un culo horrible.

Pero son cómodos y, al parecer, no puede elegir.

Chupa de cuero y vaqueros ajustados.

—¡Oh, madre mía!

Y Jihwa le mira de una forma que le hace ruborizarse, pero, sí, la chupa le gusta, la camiseta rockera es cómoda y en otra vida soñó con viajar a Australia para ver a cierto grupo tocando en directo.

Al cabo de dos horas, está agotado y con las manos llenas de bolsas. Jihwa sugiere visitar el hotel antes de continuar con la ronda y no deja de mirarle de reojo. Es lujuria pura y dura y Mumyeong tiene que carraspear porque está algo más que un poco incómodo.

—Te devolveré el dinero.

Le ha comprado demasiadas cosas. ¿Por qué se está riendo?

—No hace falta, hombre.

Encima es desdeñoso. Le enfada. Ese chico es capaz de despertarle la más variopinta variedad de emociones. Casi nunca es capaz de comprenderse.

—Lo haré.

—¿Cómo?

No lo dice para ofenderle. Mumyeong se da cuenta de inmediato y aprieta los dientes, molesto por haber dicho semejante cosa. En todo caso, intenta dejar clara su postura.

—No está bien.

—¿Que te haga regalos, dices? Pero me gusta hacerlo. Y la ropa te sienta genial.

Maldita sea. No deja de observarlo de esa manera, como el león que acaba de ganar un duelo a muerte para hacerse con los favores de una preciosa leona. O de varias preciosas leonas, más bien. Empieza a pensar en tonterías y dice lo primero que se le pasa por la cabeza.

—¿De dónde sacas la pasta?

Se gana una carcajada que llama la atención. Por la razón que sea, el pelirrojo no es demasiado discreto.

—Me temo que esta pregunta inteligente es bastante accidental.

Se ríe un poco más, pero no le contesta. Mumyeong frunce el ceño y, al echarle un vistazo, descubre que la línea de su nariz es bastante bonita. Muy atrayente. Podría besarla con los ojos cerrados.

—¿Lo has robado?

Es difícil leer el casi siempre alegre rostro de Lee Jihwa, pero algo en su expresión le indica que ha dado en el clavo.

—¿Puedes robar algo que no se ha ganado lícitamente?

No le apetece nada ponerse a filosofar.

—¿Sí o no?

Un par de metros de silencio y Jihwa hace eso de agarrarse a su brazo. Es agradable y no le importa si los demás miran. Tienen envida con total seguridad.

—Algunos clientes me daban regalos, muchos servicios se cobraban en efectivo y el señor Song era descuidado con sus claves de Internet.

El triunvirato. Tiene gracia y Mumyeong no se esconde: resopla y también se ríe.

—No me jodas. ¿No se daba cuenta?

—Los regalos no estaban prohibidos. En la caja del club solía faltar dinero casi a diario, así que nadie le daba importancia.

—¿Cómo es eso?

Tiene que interrumpir, muerto de la curiosidad. Jihwa se aparta un mechón de pelo de la frente.

—Si te apetecía una pizza después del trabajo, abrías la caja. Si fumabas, el club te invitaba a los pitillos. Si te querías comprar algo bonito, había barra libre.

—¿Hablas en serio?

En la jaula nunca tocaron nada parecido a un billete. Decir que está perplejo es quedarse corto.

—No todos los empleados teníamos deudas con Song. Algunos ganábamos mucha pasta para él y, para tenernos contentos, mostraban esa deferencia. Pero yo nunca me gasté el dinero en drogas, nunca presumí de los relojes o los perfumes caros. Ahorré.

Lo dice como si no tuviera la menor importancia. Mumyeong lucha contra la estupefacción.

—Ahorraste.

—Costear una venganza es bastante caro. Y luego estaba el señor Song, que me dejaba el teléfono para que me comprara caprichitos. El amigo de un amigo me enseñó un par de trucos y, poco a poco, fue invirtiendo en mi proyecto. Sin saberlo, eso sí.

Tratar de asimilar esa información es difícil. Mumyeong se lo toma con calma, mientras se acostumbra al tacto de su ropa nueva y lucha por no mirar mucho al pelirrojo. También se ha puesto muy guapo, con una americana anaranjada y las zapatillas deportivas. Entonces, cae en la cuenta de algo.

—El amigo del amigo, ¿es Min Hyo?

Jihwa se aprieta contra él aún más si cabe.

—Es información confidencial.

Se lo tomará como un sí. Poco a poco, se han ido acercando al mar y huele genial. A sal, a frescor, a vida. Mumyeong podría quedarse allí para siempre.

—¿Cuánto ha invertido Song?

Eso tiene su gracia: meter dinero en un negocio que llevará a su propia destrucción.

—Mucho menos de lo que debería.

Y Jihwa se pone siniestro. Como en los mejores tiempos.

El silencio se vuelve omnipresente de nuevo, aunque no resulta incómodo. Después de enfilar una calle con mucho tráfico y bastante larga, puede vislumbrarse el azul del océano. La brisa le golpea el rostro y la sonrisa es incontenible. La sensación es tan agradable que Mumyeong se permite la libertad de fantasear con una vida que nunca será. En algún lugar con mar (puede que una isla), disfrutando de la tranquilidad y los sonidos del océano.

—¿No has pensado en irte por ahí con el dinero? Olvidarte de la venganza, montar un pequeño negocio y vivir en paz.

Cree haber metido la pata, puesto que Jihwa se pone un poquito tenso y no abre la boca. Se anima a responderle cuando sus pies están a pocos metros de la arena blanquecina.

—Hay cosas que no se pueden olvidar. El señor Song me robó demasiadas cosas. No podré seguir adelante hasta que desaparezca de este mundo.

Quiere seguir preguntando. Interrogarle como un sabueso en busca de un asesino en serie. Sin embargo, y pese a que se conocen desde hace poco tiempo, un vistazo basta para hacerle comprender que será inútil. Jihwa ha dado por zanjado el asunto y lo único que les queda es disfrutar de esa cita improvisada.

Porque ha sido improvisada, ¿o no?


—¿Sabes nadar?

Aunque hace frío, Jihwa se ha descalzado y ha metido los pies en el agua. Mumyeong le observa desde una distancia prudencial, temeroso de que pueda gastarle alguna broma. No le apetece nada mojarse. Ni un poquito. Además, toda esa situación es muy preocupante.

—Te vas a congelar.

Jihwa le mira como diciéndole que no piensa hacerle ningún caso y, sí, intenta salpicarle. Mocoso idiota.

—¿Sabes o no?

—Sí.

Una serie de recuerdos se amontonan en su cabeza. El colegio, las clases de gimnasia y la obligatoriedad de meterse en la piscina cuando llegaba el buen tiempo. Recuerdos alegres, puesto que el agua nunca le dio miedo. Era un niño atlético, un poco imprudente y ansioso por probar nuevas experiencias y ahora le asusta mojarse un poco. Es un cambio considerable.

—¿Y ya?

Jihwa pone morritos. Su expresión es rara.

—¿Qué más quieres?

Vuelve a patear el agua. Sus piernas están un poquito azules, ¿no?

—No sé. Alguna historia emocionante. Como cuando formaste un equipo de relevos con tus amigos y ganasteis una medalla de oro.

Eso hubiera sido divertido. Y bonito. E imposible.

—Mi escuela era pobre y la piscina se caía a pedazos. Nunca aspiramos a ganar nada, aunque nos lo pasábamos bien.

Jihwa sale del agua. Antes de que Mumyeong se dé cuenta, está parado frente a él, escudriñando su rostro.

—¿Veo una sonrisa? ¿En la cara del hombre de hielo?

Idiota. Se lo quita de encima como si fuera una mosca, pero no se lo toma mal. Se agarra a su brazo y se siente cálido.

—Yo no me lo pasaba bien en la escuela, ¿sabes?

Mumyeong considera que el pelirrojo puede ser un poco cortarrollos.

—¿Y eso?

—Mi madre se murió, perdimos la casa y mi padre se volvió un poco loco. Lo normal.

Lo ha dicho como quien comenta la previsión climatológica. Mumyeong se da cuenta de que es una información importante y la archiva en el fondo de la memoria.

—¿Qué le pasó a tu madre?

Puede que la pregunta no sea adecuada. Puede que Jihwa haga eso de esconder la cabeza debajo de la tierra y ponerse en plan misterioso. Pero no. Hace un gesto significativo, como si tuviera una soga enredada en el cuello, y compone una expresión grotesca.

—Se… Ya entiendes.

Y le guiña un ojo. Mumyeong está boquiabierto y ha detenido sus pasos. Hace un par de minutos, todo era alegría y diversión. Además, se supone que están en una cita. Sacar a colación algo como eso no parece del todo adecuado y, sin embargo, Jihwa actúa como si no tuviera la menor importancia. Siente la imperiosa necesidad de decir algo.

—Lo siento.

—¿Por qué? No la conociste. Podría haber sido una devoradora de bebés o algo peor.

Ya, claro. Un carajo. Mumyeong se deja llevar y agarra su mano, asegurándose de que los dedos queden enredados. Jihwa parece sorprendido (y no es muy habitual en él) y Mumyeong es suave al hablar.

—Lo siento por ti. Nadie debería crecer sin madre.

Es un momento extraño, como si el tiempo se hubiera detenido a su alrededor. Mientras Jihwa le lanza una mirada inescrutable, Mumyeong deja de oír el sonido del mar y de sentir la brisa en el rostro. Se pierde en esos ojos negros y es como caerse en un pozo sin fondo, sabiendo que nunca podrá escapar y, pese a ello, sin experimentar ni una pizca de miedo. De haberse prolongado un poco más, podría haber perdido la noción del tiempo, pero Jihwa habla.

—Si tu madre hubiera cuidado de ti, ¿dónde crees que estarías?

Es como recibir una puñalada en el corazón. La actitud de Jihwa es tan pasiva como agresiva y Mumyeong suelta su mano porque siente que le quema. Se maldice por su osadía y piensa que, quizá, estaba mejor antes, cuando su cerebro estaba siendo consumido por la droga y no era necesario analizar ninguna clase de estímulo externo. Respira hondo y decide no responder. Jihwa, otra vez, actúa como si nada hubiera ocurrido.

—¿Jugamos a ver qué forma tienen las nubes?

Sonríe como un niño. Mumyeong se queda pasmado.

—No tenemos ocho años.

—Como si los tuviéramos. ¡Venga! Fíjate en esa, ¿qué es?

Una ridiculez. Mumyeong no reúne el valor suficiente para decírselo y se descubre a sí mismo afirmando que es un oso panda. Se ve con absoluta claridad. Por alguna extraña razón, Lee Jihwa luce satisfecho con su respuesta.


A Jihwa le gusta la comida callejera. Se detienen en un puesto poco después de dejar la playa y piden lo más grasiento y sabroso que pueden encontrar. Después, caminan a lo largo de un paseo marítimo que está repleto de gente y Mumyeong se siente extraño, como si fuera una persona normal. Es gracioso porque su vida nunca lo ha sido. En absoluto. Se le hace un nudo en la garganta mientras Jihwa se lame los dedos para no perder ni una sola gota de esa salsa picante tan deliciosa.

—Si hubiera partido, te llevaría a ver el béisbol.

Otra vez esa expresión alegre, casi infantil. Mumyeong no puede evitar fruncir el ceño.

—Pero si es muy aburrido.

No es fácil contemplar tanta indignación en un rostro tan bonito.

—¿Bromeas?

—En absoluto.

Por alguna razón, siente el impulso de meterse con él. Atormentarle, provocarle para que siga poniendo esa cara. Animado por un sentimiento de malignidad nunca antes visto, comienza a enumerar sus razones.

—Un grupo de tipos que usan pantalones demasiado estrechos, cuyo único objetivo es golpear una pelotita con un bate y correr como idiotas. ¿Dónde está la gracia?

Debió darse cuenta de que ha empezado un juego que no puede ganar. Lo ve en los ojos de Jihwa antes de que hable. Lo siente cuando se le agarra y amenaza con mancharle la chupa nueva.

—Tú mismo lo has dicho: hombres con pantalones muy estrechos.

Y le guiña un ojo. Mumyeong se maldice al mismo tiempo que siente el rubor en las mejillas. Jihwa, experto máximo en atormentar a los demás, no se detiene ahí.

—Tengo un ránking, de hecho, aunque sólo incluye a los jugadores de la liga nacional. Lee Ji Young tiene el mejor trasero. Kang Baekho, el paquete. ¿Quieres ver un par de fotos?

Hace ademán de sacar el teléfono. Mumyeong rechaza el gesto y, casi sin darse cuenta, dirige su mirada a cierta parte de la anatomía de Jihwa. Intenta enmendarse, reza porque no se haya dado cuenta y, joder, escucha su burla.

—Veo que tienes tu favorito.

Maldito hijo de puta. No quiere tener que ponerse así de rojo porque ya es un hombre adulto (mucho mayor que el pelirrojo, de hecho) y no debería reaccionar como un chaval idiota, pero Jihwa encrespa sus nervios y despierta sus instintos. Ojalá pudiera odiarlo. Ojalá dejara de reírse, mientras sus pestañas se agitan y se transforma en una tentación andante. Para colmo de males, no se corta ni un pelo a la hora de mirarle las posaderas.

—Tú tampoco estás mal. Podrías ser el cuarto de la lista.

—¿El cuarto?

Eso es tan ofensivo. Pero no hay tiempo para indignarse mientras Jihwa agita una mano, indiferente.

—El segundo si tenemos en cuenta únicamente a las personas con las que tengo posibilidades de follar.

¿Segundo? ¿Qué demonios?

—¿Y el primero?

Mierda. No debió preguntar eso. No está celoso y Jihwa se ríe y se agarra con más fuerza que nunca a su brazo. Parece satisfecho, feliz, y le dan ganas de estrujarlo contra su cuerpo hasta que le suplique. ¿Qué cosa? Lo ignora. Algo. Lo que sea.

—Un tipo que iba por el club de vez en cuando. Tan jodidamente guapo que no te lo creerías, aunque nunca quiso a ninguno de los trabajadores.

¿Rechazaba al pelirrojo? Inaudito.

—¿Para qué iba allí, entonces?

—Supongo que para tocarle la moral a su padre. Estamos hablando del hijo de un diputado.

Políticos, empresarios, personajes de la farándula. Todos aficionados a las peleas de la jaula y a la prostitución. Mumyeong debería sentirse furioso y, sin embargo, sólo percibe el calor de ese chico. No quiere que se suelte. El mundo sería mucho más frío sin él.

—Quizá debería decírtelo.

Jihwa no le da tregua. Le obliga a cambiar el hilo de sus pensamientos todo el rato, a prestarle atención constantemente. Si se despista, se acabó el juego.

—¿El qué?

Se detienen. Jihwa se coloca frente a él, muy serio y determinado. Incluso baja el tono de voz después de echar un vistazo a su alrededor, como si temiera que alguien pudiera estar espiándoles.

—El plan no termina con el señor Song. Nuestro objetivo está más arriba. Si triunfamos, será glorioso.

Mumyeong se estremece. Aunque sepa que no le será revelada más información, se da cuenta de que Lee Jihwa es un demente. No ha mencionado al político en vano, porque todo lo que hace, lo hace a sabiendas. Y un diputado es mala cosa. Poderoso, intocable. Siente el impulso de echar a correr y, entonces, Jihwa sonríe y retoma la posición anterior. De nuevo es despreocupado y luce dichoso. Es como si hubieran dos personas dentro del mismo cuerpo

—Pero no tienes que preocuparte. Para ese entonces, ya no te necesitaré.

¿Qué…?

—Lo único que tú quieres es destruir a Jung Inhun y no puedo pedirte que nos acompañes hasta el final.

—¿Nos…?

—A mi padre y a mí. La venganza nos corresponde solo a nosotros. Serás libre después de hacer tu parte.

Si es que el señor Song no le vuela la cabeza, por supuesto.

—Pero…

—¡Ah! Este es el parque. ¡Ven! Quiero que veas una cosa.

Se acabó. Lee Jihwa vuelve a fingir que nada tiene importancia y tira de él para mostrarle una fuente ridícula y hablarle de cosas sin sentido. El corazón de Mumyeong, que late con demasiada fuerza, no se calmará hasta mucho tiempo después.


Ruido, luces, humo. Cantidades ingentes de caos.

Mumyeong comprende esa noche que no le gustan las multitudes. El local está a rebosar de gente y es imposible mantener una conversación con nadie. Jihwa tampoco tiene intención de hacerlo. Le ha entregado una copa con una bebida dulzona y lo ha arrastrado hasta la pista de baile. Apenas sabe qué hacer con sus pies, pero el pelirrojo deja bien claro por qué fue el mejor bailarín del club. Contonea las caderas al ritmo de la música y da la sensación de que los moscones se agolpan a su alrededor. Si alguno de ellos se atreve a tocarlo, le partirá la cara de un puñetazo.

Si lo piensa detenidamente, resulta curioso que haya tantos hombres en la pista. Todos bien arreglados y, joder, toqueteándose entre ellos. Besándose, restregándose sin pudor.

—¿Es un club gay?

Tiene que gritar. Jihwa sonríe y resplandece.

—Pues claro. Quiero que te sueltes.

¿Qué significa eso? ¿Tendrá que pelearse con los moscones? Porque son muy descarados y no quieren darse cuenta de que el pelirrojo está con él. Con nadie más. Con Park Haneul. Número 9. Mumyeong. Y el nombre que Min Hyo eligió para él y que es incapaz de recordar, maldita sea.

No quiere enfadarse. Se supone que están allí para pasarlo bien y disfrutar antes de que llegue el caos, pero necesita amedrentar a esos molestos individuos y supone que la violencia no es la solución. No lo fue en el pasado, así que lo intentará con otra cosa. Un brazo robusto que rodea una cintura esbelta, por ejemplo. Unos labios ávidos que se aproximan a un cuello que no llega a besar.

—¡Uhm! No me esperaba esto de ti.

Jihwa se ríe y, aunque el impulso de huir es grande, el instinto de ese monstruo posesivo que ruge desde dentro es mucho mayor. Se siente satisfecho cuando los tipejos se alejan. Ronronea de gusto cuando Jihwa corresponde al abrazo, aunque tampoco es complicado que quiera establecer contacto físico.

—De chaval, ¿te liaste con alguna tía en la pista de baile?

La música es más molesta que nunca; apenas le deja escuchar.

—No.

—¿Quieres hacerlo ahora?

¿Habla de besar esos labios? No debería temblar por algo tan nimio, así que presiona con energía esa cintura y responde con un gesto. Sabe que es torpe, pero hace su mejor esfuerzo y no puede fracasar. Se deja llevar y agradece que Jihwa le guíe. Un roce primero, una lengua juguetona después y apenas puede creerse que lo esté haciendo. Es mucho más de lo que ha tenido nunca y el pelirrojo sabe un poco picante y ES picante en la máxima extensión de la palabra.

Jadea, perdido en mitad de sus emociones. Por segunda vez ese día, pierde la noción de la realidad. La música desaparece, ya no huele a tabaco y no hay nadie rodeándoles. Sólo está el cuerpo de Jihwa, su aroma, su calidez y la suavidad de una lengua que debería ser exorcizada o despertará a todos los demonios del inframundo. Es cautivador y osado y Mumyeong se siente un experto gracias a su guía y su paciencia.

Excitarse es inevitable. Sufrir el tormento de la frustración sexual no le apetece en absoluto y quiere separarse, pero entonces la nota: una mano. Una mano encima de su pantalón, encima de su… ¿Cómo decirlo? ¿Miembro viril? ¿Polla?

—¡Ah! Joder.

Lo ha murmurado en la boca de Jihwa, así que no hay manera de que haya podido escucharle. Sin embargo, el chico sonríe, toma su muñeca y vuelve a guiar sus pasos hacia lo desconocido. Ahora no es un puesto de comida, una playa o un parque. Están en un callejón trasero. Un lugar sucio, grotesco. La música se escucha de fondo, pero son los gemidos masculinos los que componen la banda sonora del lugar. Un vistazo a su alrededor y puede ver a un hombre arrodillado frente a un muchacho. Ni siquiera las manos de Jihwa, que se cuelan juguetonas por debajo de su camiseta, logran distraerle del espectáculo.

Es tan lamentable. Darse cuenta de que no puede seguir, no en un lugar así. Comprender que el muchacho lleva el uniforme de una escuela segundaria y sentir un asco indescriptible. Incluso cree apreciar una mirada desesperada, una súplica por ayuda. Es ridículo porque un instante antes quería comerse a Jihwa y ahora está rabioso y no reflexiona mientras se acerca a ese individuo y coloca una mano sobre su hombro.

—¡Ey! ¿Qué haces?

Es una protesta. El hombrecillo se parece a número 22 y Mumyeong no es capaz de contener la rabia. Un metro más allá, Jihwa no puede reaccionar mientras ve como su prometedor amante deja inconsciente a ese individuo patético. Podría intentar detenerle, pero está siendo divertido y puede que un poco encantador. Incluso cuando le grita a ese niño.

—¿Qué está pasando aquí?

Obviamente, Mumyeong es de los que actúan primero y preguntan después. Sus intenciones son loables, pero Jihwa ha visto muchos chicos como ese. Le dirá que hace lo que quiere, que es un idiota y que blablá. Debe reconocer que le sorprende cómo se doblega ante el luchador, temblando como un conejito y revelando toda la verdad de carrerilla, llamando la atención de todo el mundo.

—Yo… Lo siento mucho, señor. Pero tengo que aprobar las mates por mi beca y él me dijo que… Y yo… No sé qué…

Otra historia común: el cerdo despiadado que se aprovecha del jovencito indefenso. Jihwa se cruza de brazos, sus planes de hacerle una mamada totalmente arruinados. Pero no importa. Se lo está pasando bien hasta que escucha a Mumyeong decir eso.

—Vamos a llamar a la policía ahora mismo.

¿Será imbécil?

Para su desgracia, llegó el momento de actuar. Con la misma determinación de siempre, y como si tuviera poderes mágicos, basta con poner una mano sobre su hombro para calmar a Mumyeong. Es un encanto, pero no tiene ni medio gramo de cerebro.

—Sé que estás pasando por algo difícil. Deberías hablar con tus padres.

—¿Mis padres?

Mierda. ¿En qué momento se ha complicado tanto? Tendrían que darse media vuelta y seguir a lo suyo, pero Mumyeong no está por la labor.

—¿Cuántos años tienes?

Le tiembla el labio inferior antes de responder.

—Dieciséis.

Y lo han dejado entrar en el club. Puta madre.

—A tu edad, es normal creer que puedes solucionarlo todo por tu cuenta, pero no es así. Avisa a tus padres y diles lo que ha hecho ese hijo de puta. Si se dan prisa, llegarán antes de que se despierte y podrás denunciarlo.

Se ve tan indefenso. Seguro que Mumyeong quiere darle un abrazo y protegerlo, pero ya han creado suficiente expectación. Agarra la mano de su socio, preparando la huida.

—Nosotros nos vamos.

No admite réplica alguna. Mumyeong se resiste hasta que están lo suficientemente lejos del club.

Mierda. A veces, los buenos samaritanos son insufribles.


Se resiste con su vida y es muy pesado. En todos los sentidos. En ocasiones anteriores, Jihwa sólo ha podido guiarlo porque él se ha dejado. Ahora, se detiene en plena calle, con el club todavía a sus espaldas.

—¿Por qué has hecho eso?

Está frustrado y cabreado y no es momento para preguntas absurdas. No suele demostrar su falta de paciencia de una manera tan evidente, pero la actitud de Mumyeong le está sacando de quicio. Para colmo de males, el magnífico día que tenía planeado se está yendo a la mierda y le apetece pegar a alguien. Pudo propinarle una patada al cerdo del callejón, pero es demasiado bueno. Por el momento, necesita que ese gigantón entienda.

—¿Y tú? ¿Pretendías exponernos ante la policía?

Unas pocas palabras, más cerceras que el cuchillo de un sanguinario asesino en serie. Mumyeong, que está tenso y tiene la mandíbula rígida, se desinfla en cuestión de segundos. Puede observarse con total claridad cómo lo comprende todo, cómo se le pasa el cabreo. Eso es bueno. No es ningún idiota. Jihwa no tendrá que hablarle como a un crío pequeño.

—Pero el niño…

Es una palabra clave. Niño. A Jihwa se le hace un nudo en la garganta.

—El niño es uno de tantos.

—¿No te hubiera gustado que te ayudaran?

Se lo dice con rabia y Jihwa arde por dentro. No por Mumyeong, si no por su padre. Por las veces que le dijo que quería parar, por todas las súplicas que no fueron escuchadas. Hijo de puta, hijo de puta. No. No es momento de pensar así. Debe centrarse en su objetivo, aceptar que la cita se ha echado a perder y aguardar el próximo movimiento de número 22.

Al mismo tiempo, se da cuenta de que Mumyeong lo hubiera ayudado de haber podido. De hecho, lo ayudó una vez y por eso están allí. El único que se apiadó, el único que quiso hacer algo. El único que actuará justo como Jihwa desea, sin importar las consecuencias. Un estúpido protector al que nadie cuidará. Ni una sola vez en toda su miserable vida.

—No puedes salvar a todo el mundo, date cuenta.

Es una realidad obvia. Odia que Mumyeong no lo entienda.

—¿Eso significa que no debo intentarlo?

En las pelis antiguas, cuando dos guerreros se batían en un duelo con espadas, el bueno siempre terminaba desarmando al malo para darle el golpe de gracia. Mumyeong acaba de hacer algo muy parecido y Jihwa lucha por recomponerse. Está acostumbrado a hacerlo, a enfrentarse a situaciones difíciles de las que solo se puede escapar con ingenio y agilidad mental. Un vistazo es suficiente para comprender que Mumyeong no necesita más reproches; aunque haya ganado el combate, luce derrotado y Jihwa se agarra a su brazo. Sabe del efecto que ese gesto tiene en él. Nota su estremecimiento y lamenta que una vez lo metieran en la jaula.

—Vaya mierda.

Es una rendición y una victoria, puesto que su luchador ya está caminando a su lado, manso como un corderito.

—¿Volvemos al hotel?

No lo ha dicho por eso, pero debe intentarlo.

—¿Quieres descubrir por qué Song me adora tanto?

Será tan divertido. No han sido muchas las ocasiones en las que se ha acostado con alguien porque le apetecía, pero Mumyeong es algo más que un hombre que forma parte de su plan. Por supuesto que estaba dispuesto a hacerlo si así lo requería y, sin embargo, su socio no es alguien que quiera forzar la situación. Por una vez, a Jihwa le divierte llevar la iniciativa y controlar todos los aspectos de una relación. Sin sutilezas, sin ninguna espada de Damocles pendiendo sobre su cabeza.

—Estoy cansado.

No es nada sorprendente y Jihwa se resigna. El club debió ser el último aliciente para una noche de sexo salvaje y todo se ha ido al carajo. No pudo ser más desastroso ni a propósito. Tiene su gracia, así que sonríe y apoya la cabeza en el hombro de Mumyeong. Él se deja hacer, tiritando un poco porque hace frío y porque Jihwa le pone nervioso.

—Creo que al chico le irá bien, ¿sabes? Si sus padres le ayudan, estará bien.

Es una especie de consuelo que Mumyeong ni acepta ni rechaza. Sólo se queda en silencio, mientras sus pasos resuenan en el asfalto y el primer día del resto de sus vidas llega a su fin.


Siwan fuma esporádicamente. Sabe el daño que el tabaco puede ocasionar en el sistema respiratorio y no le apetece nada morirse de cáncer de pulmón. Sin embargo, la ansiedad puede ser una auténtica cabrona y soltar el humo por la nariz es muy relajante. Escuchar el ruido de la ciudad, contemplar las luces nocturnas… En otras circunstancias, podría haber disfrutado de su estadía en ese hotel; Jihwa sabe bien cómo escogerlos.

—He recibido un mensaje de la chica.

Su hijo ha aprendido a moverse como un felino, silencioso y un poco traicionero, y Siwan ha dejado de sorprenderse cuando aparece sin avisar. Ni tan siquiera modifica su postura y le da una calada al cigarro.

—¿La novia de Jung?

—Por lo visto, le ha levantado la mano.

Unos dedos finos y elegantes aparecen en su campo visual y Siwan le permite coger un pitillo. Odia que Jihwa fume, pero ya es tarde para ejercer el papel de buen padre.

—Quedaré con ella en un par de días. Tenlo todo preparado.

Le está pidiendo algo muy fácil, puesto que lleva años listo para enfrentar toda esa mierda. Si bien es cierto que Jihwa ha modificado el plan inicial (ir a por Song directamente era demasiado arriesgado), existen posibilidades de que salga bien.

—¿Y número 9?

—Está listo para protegerme.

No se lo cree. Sigue sin parecerle nada listo. Por esa razón, es burlón.

—¿Con su vida, incluso?

Jihwa no le responde. Tiene los ojos fijos en el cielo y no hay ni una pizca de diversión en ellos. A Siwan le gusta que no finja cuando están juntos. Le tortura darse cuenta de todo su dolor y también se alegra porque así no hay lugar para equívocos.

—Hoy ha pasado algo y me he dado cuenta de una cosa.

Ahora sí, gira el rostro y enfrenta su mirada. Siwan se estremece. Puede verse reflejado en ellos y no es una imagen que le guste ver.

—No podré perdonarte nunca. Eres un padre de mierda.

Duele como si le estuvieran sacando las entrañas con un bisturí. Como si un cirujano novato hubiera atacado todas sus terminaciones nerviosas y le arrancara el corazón. Duele tanto que le cuesta respirar y controlar el temblor de manos y, aunque su alma grite y quiera reñirle por su crueldad y grosería, el cerebro le recuerda cuál es la cruda realidad: se lo merece. Su odio, su desdén, sus insultos. Todo. Se lo merece y no le queda más que aceptarlo.

—Ya lo sé, hijo.

Sin disculpas. Total, llegan demasiado tarde.