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Mail Jeevas
Ponerme a fumar había sido una pésima idea. Observé mi cigarrillo, el cual amenazaba con caerse dada la inestabilidad del agarre. Mierda, apenas podía articular los dedos. Hacía cerca de dos horas que me encontraba sentado en el exterior de un pequeño local de comida rápida y siendo apenas las diez y cuarto de la mañana, lo único que me habían ofrecido era el "combo desayuno", el cual incluía una barra de chocolate con leche y un café con gusto a lodo, por no decir otra cosa. Tomar una taza de alquitrán hubiera sido más placentero.
Faltaba poco más de dos meses para Navidad y el espíritu festivo ya podía percibirse entre las masas. Posé la mirada en los banderines rojos y verdes que decoraban la fachada del local de enfrente pensando en Mello y en lo que seguramente estaría haciendo con el loco de River. Había mentido diciendo que me ausentaría únicamente para tomarlos desprevenidos al regresar. No era algo que me hiciera mucha gracia que digamos, pero necesitaba comprobar la teoría que venía carcomiéndome el cerebro desde hacía un tiempo.
Una ráfaga helada despeinó los mechones que asomaban por debajo de mi capucha. El clima no ameritaba que siguiera vagando por las calles. Tomé la primera avenida a la derecha, resguardando ambas manos en los bolsillos de mi abrigo. Definitivamente había piezas que no encajaban. Que Mello sintiera empatia por alguien como Nate resultaba difícil de creer. Solo se me ocurrían dos posibles alternativas: o estaba siendo manipulado bajo amenaza dado el enorme poder y alcance de los River, o había creado alguna especie de vínculo enfermizo con él. Muy a mi pesar, la segunda opción resultaba más factible.
Una vez en el edificio, mi primer impulso fue el de tocar el portero para evitar encontrarme con dos cuerpos desnudos y sudados, pero el plan no incluía dar aviso alguno por lo que subí la escalera de dos en dos, respiré hondo e incerté la llave en la cerradura. Imaginé ropa tirada en el piso de la sala y gemidos proviniendo del cuarto de mi amigo. Sin embargo, al atravesar el umbral quedé paralizado. Desde mi posición pude ver a Nate plegado en su asiento, observándome con el rostro apoyado sobre las rodillas. Había tres tazas vacías ubicadas en la mesa y unos cuantos bollos de canela y chocolate. Mello se encontraba lavando los trastes y al notar mi presencia volteó, señalándome con un dedo amenazador.
—¡Si vuelves a dejar una lata abierta te la meto por el culo, ¿escuchaste?! Eso parecía un cementerio, no una nevera. Casi vomito tirando tus porquerías a medio terminar.
Parpadeé varias veces con una mezcla de incertidumbre y extraña tranquilidad. Al recorrer a Nate nuevamente noté que traía prendas de Mello y lo que parecian ser mis tenis viejos en los pies.
—¿Le diste mis tenis?
—¿Qué?
Señalé a River, mirándolo con reproche exagerado.
—Los míos iban a quedarle grandes.
—¿Y a mí, qué?
—Esos tenis dan lástima, Matt. Ya van tres veranos que te escucho decir que vas a tirarlos y los dejas en el armario.
—¡Son mis Converse de la suerte, Mello!
—¿Converse de la suerte? —ironizó, lanzando una risotada—. Tienen... oh, vamos, Matt! ¡Tienen agujeros!
Abrí la boca para replicar, pero algo golpeó mis rodillas. River acababa de quitárselos y lanzármelos. Mis ojos viajaron desde sus pies descalzos hasta la mirada asesina de Mello, quien ofreció traerle otros.
—No, no hace falta —respondió con calma—. He pasado mucho tiempo descalzo. Estoy acostumbrado. Además, la temperatura del departamento es agradable.
Volvió a reposar su rostro sobre las rodillas, mirando hacia la ventana de la cocina. Mello me arrastró hasta su cuarto tan violentamente que mi muñeca quedó visiblemente marcada. Me solté con fastidio, cruzándome de brazos frente a él. Antes de hablar entornó la puerta. Toda nuestra charla se sucedió en susurros ridículamente audibles.
—¡¿Qué mierda te pasa?!
—¡¿Por qué le das mis cosas sin preguntar?!
—¡Estás siendo un idiota!
—¡Eso no justifica lo que hiciste! ¡¿Qué sigue, prestarle mi ropa interior?!
Me dio la espalda, alejándose un poco mientras revolvía su cabello con nerviosismo antes de volver a enfrentarme.
—Al carajo con tus asquerosos tenis. Le compraré unos nuevos.
—¡¿Qué?! No, no, espera... —alcé la palma, sonriendo con sorna—. Tú no vas a comprarle nada a ese demente. Suficiente con tenerlo en mi casa.
—Que también es la mía y, ¡HOLA! Te recuerdo que fuiste TÚ —escupió, hundiendo su índice en mi pecho— quien lo trajo. Ni yo, ni nadie. Tú, Jeevas.
—Tienes razón.
Asintió, mordiéndose el labio, evidencia más que palpable de su creciente enojo.
—Así que también me corresponde sacarlo de aquí —concluí con una sonrisa ladeada.
Apenas di un par de pasos antes de que sus dedos se enterraran en mi hombro derecho, haciéndome daño. Lo empujé como respuesta automática, recibiendo un puñetazo en la cara al cual correspondí con la misma intensidad. La situación se salió de control. Sus uñas rasguñaron mi mejilla mientras lo tiraba sobre la cama, tratando de inmovilizarlo.
—¡Basta, Keehl!
Su pecho se sacudía violentamente y su ojos estaban desorbitados. Tratando de serenarse, apoyó la palma contra la herida del abdomen, haciendo una mueca de dolor. Lo acompañaba en el sentimiento ya que mi brazo quemaba y podía jurar que algunos puntos se había abierto.
—¿Estás bien? —cuestioné sinceramente.
—¿Ahora te importa? Mierda...
—Déjame ver. Quizá haya que cambiar la venda.
—Puedo ocuparme solo.
Me hizo a un lado, volviendo a incorporarse. Resoplé con pesar antes de seguirlo hacia la cocina. Mis tenis seguían en el suelo, así los que los tomé, acercándome a Nate.
—Lo siento —murmuré, devolviéndoselos.
Parpadeó un par de veces, mirándome con esa típica expresión apática.
—No es necesario. Gracias.
—No puedes andar descalzo por la vida. Sí, sí, sé que estás acostumbrado y toda esa mierda, pero tómalos. Fui un idiota.
Dudó por unos cuantos segundos, pero finalmente aceptó el ofrecimiento. Pude captar a Mello observando la escena de reojo, mientras llenaba las tazas.
—Mueve el culo.
—¿Qué?
—¿No piensas desayunar?
—¿Hay para mí también?
—Qué crees, estúpido. Sabía que volverías en cualquier momento.
—No estaba en mis planes. Tuve un contratiempo, eso es todo. No te creas tan importante, Keehl.
—No estoy hablando de mí, pedazo de imbécil. Dejaste prendida la Switch, por eso sabía que aparecerías. Luego te quejas de la calidad de tus consolas cuando apenas las cuidas.
—OK, Mihael, te me calmas —espeté, amenazando con lanzarle un pan.
—Hey, baja eso. No hice cola en la panadería para que andes reboleando los putos bollos.
—¿Mi café tiene azúcar?
—No.
—¿Qué te regalaron esta vez? —pregunté, comenzando a comer.
—Nada.
—No mientas. Esas empleadas se ponen más calientes que el horno donde cocinan cada vez que pasas por allí. Ya, suéltalo.
Mello resopló, perdiéndose por unos segundos detrás de su taza.
—Me dieron galletas navideñas —confesó finalmente.
—Lo sabía.
Sonreí con superioridad, agarrando un nuevo bollo.
—¿No piensas comer, River?
—Ya tomé chocolate.
—Come, Nate —insistió Mello, acercándole el plato—. Aquí no tenemos horarios ni límites, como deja en evidencia Matt comiendo como si volviera de la guerra.
—¿Para qué me pides que desayune si vas a controlarme la comida?
Nuestras miradas se cruzaron y podía jurar que la suya decía: "cierra la maldita boca de una vez o te meto los bollos por el culo". Me crucé de brazos bastante ofuscado y no volvi a soltar palabra alguna hasta que terminé mi desayuno y me perdí en mi cuarto.
Corrí las cortinas con tanta fuerza que se descolgaron, cayéndome en la cabeza. Comencé a patearlas ridículamente, por lo que la tela se enredó en mis tobillos haciéndome caer al suelo. Mi nivel de enojo era absurdo pero, de quién era la culpa... ¿de Nate? No. ¿De Mello? Tampoco. Me costaba determinar el origen de aquella mezcla de sentimientos, aunque estaba seguro de una cosa: mi presencia sobraba. No me detuve a devolver las cortinas a su lugar. Me dejé caer sobre la cama rehusándome a interactuar con el mundo por un par de horas, hasta que el hastío me llevó a cerrar los ojos y terminé quedándome dormido.
Desperté de golpe al reconocer el sonido de mi teléfono chocando contra el suelo. Sin siquiera girar estiré el brazo, alcanzándolo, pero algo andaba mal. El reloj en la parte superior de la pantalla indicaba las seis de la tarde. Mierda, ¡¿realmente había pasado tantas horas allí? Me incorporé de un salto, maldiciendo al perder un poco el equilibrio. Me habría gustado que Mello me hubiera despertado durante la hora del almuerzo, algo que seguramente no había ocurrido porque las cosas seguían tensas entre nosotros.
Apenas hice ruido cuando salí del cuarto para meterme al baño. Había una extraña quietud en el ambiente y no se oían voces ni nada por el estilo. Hice lo que tenía que hacer y me lavé la cara, encontrando unas marcadas ojeras del otro lado del espejo. O no dormía por días, o lo hacía en exceso. Así se manejaban los parámetros de mi vida. No había grises.
Tratando de pasar desapercibido, avancé por el pasillo para asomarme sigilosamente. No vi a Mello por ningún lado pero Nate estaba sentado sobre la alfombra de la sala, armando lo que parecía ser el rompecabezas de mil quinientas piezas que Sanders, nuestro jefe, nos había obsequiado irónicamente la Navidad anterior para "fortalecer el autcontrol y agilizar el nivel de observación" luego de que, durante la contratación de nuestros servicios, Mello golpeara por error a un tipo inocente en un arranque de ira y confusión. Parpadeé varias veces, incrédulo, al comprobar que le quedaba muy poco para terminarlo, y pequeño detalle, todas las putas piezas eran del mismo color. Finalmente opté por hacerme presente, inclinándome contra el respaldo de uno de los sillones.
—¿Y Mello?
—Recibió una llamada y salió —respondió mientras continuaba con su labor.
—¿Una llamada? ¿Sabes de quién?
Sus pálidos mechones delanteros se balancearon de un lado al otro cuando negó con la cabeza. El puente de su nariz era tan perfecto que me dieron ganas de quebrárselo de un puñetazo.
—OK. Por qué estás armando esa cosa...
—Si también te pertenece, lo guardaré —sentenció, tomando la caja.
—No, no, hey... está bien. Nunca usamos esa porquería de todos modos.
Continué observándolo en silencio mientras ubicaba pieza por pieza con una destreza admirable. Sus dedos eran largos y delicados y su piel lucía tan pálida que parecía un jodido vampiro. Luego de resolver la totalidad del puzzle su cabeza se alzó virando en mi dirección y fui incapaz de apartar la mirada a tiempo.
—¿Necesitas algo?
—¿Eh? Si te molesta mi presencia, lo siento. Esta es mi casa.
—No es eso. Has estado mirándome todo el rato.
—No me gustan las niñas, no te ilusiones.
—No soy una niña. Soy tan adulto como tú —añadió, sin siquiera parpadear.
—Pues, yo no me parezco a la jodida Blancanieves —solté con sorna—. Sólo falta la familia de osos para que pruebes su avena.
Con suma rapidez guardó el rompecabezas.
—¿Sigues descalzo? Creo haberte dicho que puedes usar mis te...
—Voy a irme de aquí, puedes quedarte tranquilo. No quiero que Mello salga a buscarme, por eso estoy ganándome su confianza.
—¿Ganándote su confianza? —repetí, poniéndome a la defensiva—. ¿Vas a traicionarlo? Oye, te lo advierto. Si juegas con él te juro que voy a...
—Sólo quiero que me deje las llaves para poder irme por la noche sin que lo note. No te alteres. Agradezco que me hayas ayudado, pero mi lugar no es aquí y además, me detestas. No eres el único incómodo, sabes...
Me crucé de brazos, haciendo una mueca. Así que pensaba huir. Sus grandes ojos parecían abismos y sabía a la perfección que hablaba en serio.
—Y dices que estás incómodo... tienes techo, comida, incluso vestimenta —señalé, refiriéndome a sus prendas—. Si tanto deseas irte, ¿por qué sigues aquí?
—Mello cerró con llave y no encontré otra. Supongo que la llevas contigo.
Miré de reojo mi bolsillo derecho. Estaba en lo cierto.
—Aprecio la ayuda —continuó, poniéndose de pie—, pero estar en el medio de una relación es...
—Alto ahí. ¿Relación?
—Mello te gusta, no soy idiota.
—No seas enfermo. Es mi mejor amigo.
—Como sea. No tienes de qué preocuparte.
Exhalé ruidosamente, presionando mi tabique.
—Aplaudo tu plan de desaparecer pero, adivina qué... Mello no va a tomarlo bien y saldrá a buscarte sin importar qué puta haga para detenerlo. Mejor quédate donde estás y no fastidies.
—La decisión está tomada. Y la de los osos y la avena es Ricitos de Oro, no Blancanieves —concluyó, devolviéndome la caja del puzzle antes de perderse por el pasillo.