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Gira a la derecha y al fin llega a la avenida. Son fácilmente cuatro cuadras de edificios departamentales de mierda y se ha hecho cuarenta y cinco minutos de camino desde su casa, en los cuales, no ha dejado de pensar por qué se está tomando la jodida molestia.
Para empezar, nunca conoció al tipo en persona. Nunca se cruzaron en el camino del otro en todo el año pasado, y menos lo habrían hecho cuando ya ni siquiera se molestaba en asistir a clases desde el primer día de su tercer año. Preferiría morir que seguir aguantando la tortura de las clases, a la par del aburrimiento inmenso que le generaban todos a su alrededor. El constante acoso de Tomura-sensei sobre sus calificaciones y su estúpido futuro, eran una tanda más de mierda que ya lo tenía harto.
Su futuro lo tenía claro: solo necesitaba hablar con Wakasa para que le diera trabajo. Lo que fuera, con tal de empezar a ganar dinero y que su mamá dejara de joder con que no hacía nada de provecho. Que cada día se parecía más y más al hijo de puta que solo jugó con ella y la dejó cargada, para después no volver a verlo ni de broma.
A la mierda su madre. A la mierda Tomura-sensei y la escuela.
A la mierda Chifuyu Matsuno y que no haya sido capaz de defenderse de esos imbéciles que lo arrinconaron.
A la mierda él, Baji Keisuke, que tuvo que ir por esa maldita calle para llegar más rápido al hospital donde Mikey ha estado internado desde los once años. Todo por haberse ofrecido a cuidarlo un rato en lo que Shinichiro terminaba sus estúpidas clases en la universidad, y, por consiguiente, también haber terminado presenciando esa maldita pelea desigual e injusta.
Y en la cual no hizo nada. No metió las manos. Solo miró, y cuando se puso aburrido (porque era obvio que al chico lo sobrepasaban en número y fuerza), resoplo hastiado, se dio la vuelta y siguió su camino tarareando una estúpida canción que escucho en la mañana. Olvidando todo el asunto incluso antes de llegar con Mikey.
Dos días después, y porque su madre lo fastidió con que metiera el correo acumulado de los últimos días, vio sobre toda la pila de sobres y revistas, la nota roja del diario que les llegaba cada mañana. En él, valiéndose de un enorme titular, se anunciaba la lamentable muerte de un estudiante a manos de una despreciable pandilla. Por si fuera poco, la nota venía acompañada de la fotografía del occiso tirado en el asfalto, cubierto con una sábana blanca que se oscurecía en ciertas zonas a causa de la sangre, y su mano expuesta, que permitía una vista dramática del color del saco escolar azul marino y salpicaduras de sangre.
Algo se sacudió dentro de él, haciéndolo sudar frío desde su espalda hasta la base de su nuca, pues la certeza de que era el chico que había visto hace dos días, le terminó de llegar al identificar la zona donde ocurrió. Esa calle. Ese jodido atajo.
¡Mierda!
Todo el día le estuvo dando vueltas al asunto. Viendo de refilón la imagen del periódico que dejó en el buró a lado de su cama. Todavía no se había animado a leer la nota completa, a saber cuál era el nombre del estúpido niño que debió dar media vuelta y echar a correr por su vida, en lugar de enfrentarse a tipos más altos y fuertes que él (sin tomar en cuenta que llevaban tubos y bates en sus manos).
Un verdadero imbécil. Sí, eso es lo que fue el pobre diablo.
Y más estúpido él por haber estado sobrepensando tanto al respecto, mil veces estúpido al haber tomado el periódico y leerlo para enterarse que ese chico tenía un nombre: Chifuyu Matsuno, hijo único de una madre soltera.
Igual que él.
De calificaciones decentes y que soñaba con ser piloto de aviación. Un chico con un futuro prometedor.
No, en esto no era como él.
La nota concluía con un cuestionamiento hacia la creciente ola de pandillas en la ciudad y sus alrededores: Como sociedad ¿qué es lo que se está haciendo para orientar a los jóvenes y alejarlos de las malas influencias? Asimismo, las autoridades también fueron cuestionadas por la reacción tardía, o de plano, su nulo interés en el tema, ya que muchos tachaban estos actos como juegos de niños con desenlaces trágicos, pero aun así aislados.
¿Aislados? Una mierda.
Aventó el periódico hacia el cesto de basura, con lo que solo logró derribarlo y tirar su contenido.
¡Maldita sea!
Le bastó con ir a la secundaria que abandonó e intimidar a unos cuantos idiotas para que soltaran la dirección de la casa de Matsuno Chifuyu. Y antes de cuestionarse qué mierdas haría una vez ahí, Keisuke se había puesto en marcha.
Así que helo ahí.
El edificio no tiene nada de espectacular ni único, solo son cinco pisos con cuatro departamentos en cada bloque. Ya se le mira algo desgastado, pero sigue siendo bastante decente tomando en cuenta que está en una zona de clase media baja.
—Mierda… maldición —farfullaba bajo y contenido, apretando sus puños.
No tiene nada qué hacer ahí, no hay razón para que esté parado justo frente a las escaleras que lo llevarán hacia el segundo piso del edificio, para luego pararse frente a la puerta del lado derecho, dónde una placa le indicará que está frente al departamento de la familia Matsuno.
Aún puede dar media vuelta y partir hacia los lugares que Wakasa frecuenta, para decirle de una maldita vez que ya está listo para entrar a su pandilla.
Sin embargo, el sonido de un cascabel lo hace levantar la mirada hacia arriba, al descanso del primer tramo de escaleras, en el que un gato negro, regordete, de ojos grandes y amarillos lo mira fijamente, de esa forma mística y (en ocasiones) espeluznante con la que suelen verte cuando no quieren comida o mimos.
Le gustan los gatos. Mucho. Pero en el barrio donde vive casi no hay. La mayoría de sus estúpidos vecinos tienen perros grandes que suelen espantar a gatos y personas por igual, así que tener uno quedó descartado rápidamente. Aunque esto no evita que, cuando va por la calle, se detenga a acariciar a los que se le atraviesen.
Enfocando su atención en él, Keisuke nota que el gato tiene una placa en su cuello y una marca o un mechón de cabello claro en la frente. No está seguro por la distancia. «Así que tiene dueño», piensa.
Asume que es la curiosidad lo que hace que ponga su pie en el primer escalón (y después será a lo que le eche la culpa de todo) y se encorve un poco para llamar al gato, estirando su mano para hacerle ver que es inofensivo, que solo quiere acariciarlo.
Cuando sus dedos tocan la nariz húmeda y el minino olfatea sin moverse o salir corriendo, se anima a terminar de subir todos los escalones. Primero, Keisuke le rasca la cabeza y pasa rápidamente su mano por el lomo. El gato negro empieza a restregarse con ansias y termina por darse toda la vuelta para que acaricie hasta la punta de su cola. Cuando va a cargarlo con ambos brazos y ver qué dice la placa en su cuello, el gato sale disparado hacia arriba del otro tramo de las escaleras, quedando en el otro descanso sentado, mirándolo una vez más de esa forma extraña y penetrante.
Antes de darse cuenta o cuestionar las razones, ya está subiendo también. Al estar por llegar otra vez hasta él, el gato vuelve a correr al otro tramo de escaleras. Resignado, acaba por seguirlo hasta que se detiene en el segundo piso y en vez de subir más, gira hacia la derecha, quedándose parado frente a una puerta.
Está tan ensimismado en querer cargar al gato, que no se da cuenta de lo que hace. Una vez que logra tomarlo en brazos y ver su placa, el cual lleva por nombre uno verdaderamente ridículo, Keisuke esboza una sonrisa burlona.
—Así que te llamas Excalibur. —Le acaricia la cabeza y vuelve a la placa, está vez girándola para ver los datos del dueño. Se petrifica en el acto—. M. Chifuyu.
Abajo del nombre hay un número de celular.
Cuando levanta la mirada hacia la puerta frente de él, roja y con la mirilla dorada, ve que el letrero a su lado efectivamente dice Familia Matsuno.
Santa mierda.
Voltea a ver al gato, que ahora ronronea en sus brazos y mueve su pata para jugar con uno de sus mechones rubios.
—Tenía un gato. Esto debe de ser una jodida broma.
La puerta frente a él se abre de repente, lo que hace que el gato se arremoline para liberarse, use su pecho como impulso para saltar hacia enfrente y caer aún lado de la mujer que va saliendo con una bolsa negra en cada mano.
—Joder, Excalibur —la mujer refunfuña y voltea la cabeza hacia adentro del departamento donde el gato negro ha entrado—. Vas y vienes y aún me preguntó cómo le haces para salir, si ya no dejo las ventanas abiertas —continúa quejándose, pero es cuando voltea hacia enfrente donde sigue parado Keisuke, que alisa su ceño contraído y su expresión cambia a una expectante—. Oh, disculpa, este gato es algo… escurridizo.
No sabe qué decir, se ha quedado completamente petrificado y la voz se le ha hundido junto al estómago ante ella. Una mujer rubia y de ojos verdes. No, ¿azules? O como sea que se llame el color entre esos dos tonos.
—¿Puedo ayudarte en algo?
Sigue sin encontrar su voz, ni lograr hacer que sus neuronas hagan sinapsis para al menos decir que lo siente y que se equivocó de piso e irse. Simplemente no puede.
—Espera, ¿eres amigo de Chifuyu? —le pregunta, y la sonrisa suave que esboza a duras penas, cree que lo desconcierta aún más. Más que sus ojos hinchados y rojizos en los bordes. Más que las ojeras que remarcan el hundimiento de sus cuencas que delata que no ha dormido en lo absoluto en estos días, pero no merman la amabilidad que desborda con ese simple gesto.
—Yo… —Algo de verdad debe de estar mal con él. Muy jodido. Porque solo puede salir una respuesta de su boca, y por más que le busque sentido, no lo tiene. Igual y lo que hace está movido por un viejo sentimiento que tiene arraigado en las costillas, en el corazón y en el cerebro, que siempre está supurando pus rancia desde que Mikey quedó como quedó. —Sí… yo soy amigo de Chifuyu.
¿Qué mierda le pasa?
—Ah, imagino que se te ha quedado algo con él. Ese niño era algo olvidadizo. Ven vamos, pasa. —La señora deja la bolsa aún lado de la puerta, se endereza y regresa su mirada triste hacia él, lo toma del brazo y lo insta a entrar primero.
En ese momento debería de detenerse, decirle que no hay problema, que no importa lo que sea que crea que se le haya olvidado con su hijo, y ahora sí voltear. Marcharse y no regresar nunca más. Seguir con su vida y sus planes.
Olvidarse de esta mierda que no es su culpa.
Pero ya está llegando al final del pequeño pasillo dónde una sencilla sala de estar junto a un comedor para cuatro personas se encuentra; a un lado, la pequeña cocina está separada por la mitad de una pared. Todo es muy hogareño y confortante.
La señora Matsuno pasa a su lado y se dirige a abrir una de las tres puertas del otro lado. Supone que es el cuarto de Chifuyu, pues Excalibur se cuela en ella enseguida que la señora entra.
Definitivamente, la hierba que le venden debe de estar adulterada y ha logrado terminar de freírle las pocas neuronas que le quedaban, pues va hacia esa habitación y no sabe qué es lo que esperaba ver. O encontrar.
No es nada extraordinario. Una simple habitación de un adolescente común. Aunque de un adolescente bastante ordenado.
Y el pensamiento fugaz de que esto va mucho con Chifuyu Matsuno, cruza por su mente.:
Colcha y cortinas azul claro; dos estantes llenos, desde el piso hasta el techo, de lo que parecen ser tomos de mangas. En una de las paredes, a lado de su cama, hay un perchero con varias sudaderas con capuchas colgadas en tonos oscuros, y lo único que parece algo desordenado es el cesto de ropa sucia en la esquina. El closet está cerrado, pero ya se imagina que todo está ordenado en los percheros y los cajones.
No hay nada de grandioso, significativo o especial en este espacio para él. Aun así, siente que este cuarto, en toda su simpleza, es magnífico.
—Yo… no he podido entrar a limpiar, así que disculpa por el polvo —la señora Matsuno habla casi en un susurro, como si estuvieran en un lugar sagrado. Un templo. Donde no se debería de irrumpir con el ruido de nada o se perdería el encanto. Así que Baji solo se voltea y asiente.
La mamá de Chifuyu es sumamente amable y cálida. Un poco extraña por no hacerle más preguntas para saber no solo su nombre, sino de dónde viene, qué madre lo parió. o si de verdad era amigo de su hijo. Es que sus pintas dejan mucho que desear, y quien fuera ya habría intuido que, o era el dealer de su hijo, o su abusador.
Sin embargo, la señora Matsuno le ofrece una taza de té acompañado de algunos dangos y se sumerge en pequeñas historias hogareñas sobre su hijo. Historias que él no puede evitar escuchar con una pequeña sonrisa en la boca. Cuando se da cuenta, la noche cae y la lámpara de la mesita a un lado del sillón se enciende, iluminando las fotos en marcos sencillos de aluminio. En las paredes hay más, contando momentos exactos de cómo Chifuyu Matsuno fue creciendo, no obstante, se detiene para pararse del sillón y acercarse para verlas con mayor claridad.
No tiene derecho.
Se despide de la señora Matsuno entre disculpas por entretenerlo tanto con cosas absurdas y él le quita aplomo agradeciendo por la hospitalidad. Quiere confortarla de alguna forma, pero ante su expresión tranquila que trata de disimular su aflicción, no sabe cómo. Jamás se ha visto en la necesidad de ser alguien que consuele a otra persona. No pudo hacerlo con Haruchiyo, ni Senju, mucho menos con Shinichiro.
Así que solo hace una corta reverencia ante la señora y el gato, que se a acurrucado en sus brazos. Después, Keisuke se da vuelta y se marcha.
***
En contra de su ya de por sí cuestionable juicio, Keisuke regresa a casa de Chifuyu Matsuno.
Al principio no es más que para ver al gato que sigue escapando del departamento y que, ahora, suele encontrar siempre en el descanso que va hacia el segundo piso.
Empieza a llevarle latas de comida para gatos o premios. Puede pasarse toda la tarde haciéndole mimos o jugando, hasta verse obligado a quedarse quieto cuando Excalibur ha decidido que es demasiada actividad para su felina vida y se acomoda en sus piernas para dormir. Entonces, Keisuke saca sus auriculares y los conecta al discman que ha empezado a llevar para pasar el rato en la misma posición.
Deja que su cabeza se despeje de cualquier mierda que esté pensando, solo se concentra en la música y la vibración del ronroneo del gato en su regazo.
Es instantáneo y estúpidamente mágico que el hacer esto lo relaje tanto, más que la hierba de mierda y —rara vez— el éxtasis que consume en días en los que el aburrimiento amenaza con hundirlo en el pavimento, o en su cama.
Hay una especie de paz y tranquilidad en este sencillo lugar, haciendo está simple cosa.
Sin embargo, también le ha estado pasando que, tras unos minutos en ese estado, hay algo que se cuela en su mente en blanco. Algo que no identifica. Que nunca ha sentido, al menos no más allá del sentimiento de culpa perpetuo y solo logró intensificarse cuando supo sobre la existencia de Chifuyu Matsuno; de que pudo haber hecho algo para que no muriera. Un sentimiento que se extrapola con estos mismos, porque es algo cálido que adormece el malestar.
Y es incómodo, porque él no merece sentirse así.
El merece sentir culpa y soledad eternas por el amigo que no pudo salvar de un incidente tan sencillo como una caída de escaleras, y, actualmente, por la muerte de un completo extraño que también pudo salvar; pero, en ambos casos, solo se quedó viendo. Espectador.
Chifuyu Matsuno debió de vivir estos momentos de paz de igual forma.
Y se lo imagina ahí, sentado haciendo precisamente lo que él. Sobre todo ahora que ha visto fotografías del chico, cuya madre —más por querer hablar de su hijo y hacer que su recuerdo prevalezca en quien estuviera dispuesto a escuchar— le ha mostrado en varios álbumes. Acompañando las fotografías con más anécdotas, como Chifuyu desde que era solo un pequeño bebé con meses de nacido, sonreía de esa forma tierna en que solo los bebés hacen, con sus dos dientes frontales apenas asomándose; o en quinto grado de primaria, donde su cabello sin gelificar enmarcaba una cara llena de inocencia, pero el brillo de sus ojos, del mismo tono de los de su madre, delataba su obstinación y vivacidad.
Incluso hasta la más reciente, cuando pasó a segundo año y ese ridículo peinado en mohicano lo acompañaba siempre.
Es fácil también imaginarlo haciendo otras cosas en el edificio: jugando con su bicicleta en el estacionamiento con los demás vecinos de su edad, o subiendo a la azotea para que se reunieran a contar historias de terror por las tardes. Pasar noches sin pegar el ojo porque el bulto de ropa en la silla se parece al monstruo de la historia. O solo sentado en los escalones leyendo algún manga mientras le acaricia el lomo a Excalibur.
Chifuyu yendo a la escuela a hacerse el malo para imponer respeto, pero al mismo tiempo tomando todas las clases y poniendo atención a todo lo que diga el maestro. También lo imagina ayudando con alguna materia a quien se lo pida.
Chifuyu Matsuno no era como él, aunque aspiraba a ser un pandillero.
No, no era como él, era mucho mejor. Y ahora sabe que, de haber sido diferente, si tan solo hubieran estado destinados a conocerse, podrían haber sido muy buenos amigos.
Y quizás… solo quizás en otra vida… algo más.
—¿Keisuke-kun? ¿Qué haces aquí? Hubieras subido y entrado con la llave debajo del tapete.
Keisuke sale de su ensoñación cuando siente que le mueven el hombro. Al abrir los ojos, ve que la señora Matsuno está frente de él inclinada; en el suelo ha dejado unas bolsas con lo que seguro hará la cena. Sus ojos siguen hinchados e irritados, las ojeras no se han ido y duda que algún día lo hagan, así como la depresión. No obstante, la pequeña sonrisa que le da, basta para que la culpa se suprima un poco más.
Quizá jamás esté listo para contarle la verdad. Para decirle que, de haber sido más valiente, pudo haber salvado a su hijo. Que de haber seguido estudiando, quizás lo habría conocido y se habrían convertido en los mejores amigos. Entonces, Chifuyu habría tenido a alguien que lo apoyara y peleara junto a él contra la miserable pandilla que le quitó la vida.
Que él también contribuyó a robarle ese futuro prometedor a Chifuyu.
Sin embargo, no puede, es un cobarde. Y lo único que ahora mismo tiene para ofrecer es ser quien le ayude a empacar los recuerdos de Chifuyu en cajas de cartón, para que los envíe a un depósito en lo que decide qué hacer con ellos.
La señora Matsuno va a mudarse. Regresa al nido para no estar sola y para evitar que, el día que este chico que finge ser amigo de su hijo llegue y abra la puerta, sea para encontrarla colgada o intoxicada en la bañera con las venas abiertas.
—No hay problema, Matsuno-san. —Se levanta y deja que la señora entrelace su brazo con el de él, levanta las bolsas del mandado con la mano libre, y suben el último tramo de escaleras hacia el segundo piso. No necesita voltear a ver si Excalibur los sigue, pues escucha el tintineo del cascabel.
—¿Tu mamá ya aceptó que Excalibur se quedara contigo?
—Sí, ya le avisé y no hay ningún problema. Ayer me dediqué a poner protecciones en las ventanas y en la puerta. Aparte, creo que el perro del vecino escapó de alguna forma.
—Oh, vaya. Bueno, tampoco es que Excalibur no sepa defenderse. ¿Te conté que en el primer piso hay un Pomeranian que solía molestarlo mucho? Bastó que le soltara un zarpazo en el hocico para que lo dejara en paz, Chifuyu no paró de alardear por eso todo el fin de semana.
Ambos se ríen. Llegan a la puerta y la señora Matsuno entra primero, tomando el delantal que siempre deja colgado en el perchero de la entrada, a un lado del rompevientos de Chifuyu que aún continúa colgado ahí. Ella se va directo a la cocina, y Keisuke al cuarto que prometió desvalijar antes de terminar el día.
Volver ahora no es diferente de la primera vez que entro. La cama sigue tendida, aún hay ropa tirada fuera del cesto y los mangas (junto a todas las demás superficies) solo tienen un poco más de polvo. Sin embargo, lo que sí nota y que antes no había estado, es la mochila escolar sobre la cama.
Trata de no temblar cuando la toma, sobre todo después de notar que hay sangre seca en una de las asas.
—Aquí están las cajas Keisuke-kun. Solo anota con el marcador qué es lo que hay en cada una y no te preocupes por el resto, los del depósito vendrán hasta el fin de semana de todas formas, así que no hay prisa.
Él se limita a asentir, pues no sabe si se lo está diciendo realmente a él o si el comentario es para sí misma, luego de verla fijar sus ojos en la mochila que aún sostiene.
—Yo terminaré por guardar las cosas de la cocina.
—Claro, Matsuno-san. Yo me encargo de esto.
La observa dar una última vista hacia toda la habitación, dejando que la tristeza y el dolor asomen por un segundo. Antes de que sus ojos se aguaden, la señora sonríe ligeramente y se voltea para salir de la habitación, cerrándola la puerta detrás de ella.
***
Son cerca de las ocho de la noche cuando sella la última caja con cinta de embalaje. Anota en el costado que esa caja contiene los materiales escolares de Chifuyu. Se endereza y se estira a toda su altura, oyendo como sus vértebras chasquean y regresan a su lugar.
Un bostezo se le escapa y, mientras se cubre con el dorso de su mano, su mirada recorre la habitación ahora vacía.
En total hay quince cajas listas para almacenar; de las cuales, cinco fueron usadas solo para los mangas y (para su sorpresa) algunas revistas homoeroticas escondidas muy en el fondo del armario.
Lo que lo llevó a tener una pequeña crisis, pero al mismo tiempo una revelación. Es absurdo que un completo extraño, que a estas alturas siente que conoce mejor que nadie, le haga ver qué los chicos y las chicas le van perfecto en partes iguales.
Así que se ríe cuando tiene la certeza de que ese pensamiento extraño que tuvo horas antes, entre la vigilia y la tranquilidad, no fue por eso mismo. Ahora cree firmemente que, de haberse conocido, hubiera habido algo más. Mucho más.
Se acerca al escritorio para tomar lo que ha dejado hasta lo último. No para guardarlo en una de las cajas. sino para sí mismo. Otra cosa que robará de Chifuyu porque no puede dejar de ser egoísta, y lo que seguro es prueba de que está muy jodido de la puta cabeza por tantas porquerías que consume.
Keisuke toma la foto de Chifuyu junto a Excalibur que encontró en uno de los cajones, la levanta y la pone enfrente suyo.
—Chifuyu Matsuno, no te conocí una mierda y quizás eres prueba de que estoy loco, pero ojalá que en alguna otra vida nos podamos encontrar. Si allí sigo siendo un hijo de puta terco… —agrega con dificultad. Levanta la otra mano para restregar las lágrimas traicioneras que empiezan a caer de sus ojos inexplicablemente—. No te rindas conmigo, ¿vale? Oblígame a entender cuánto es que te necesito. Quédate a mi lado aún si soy una patada en los huevos. Prometo que te haré feliz.
Las lágrimas no se detienen, humedeciendo hasta su camisa. Aun así, no puede borrar la sonrisa de su boca, tampoco la sensación de calidez en su cuerpo y su alma.
Desea con todo su corazón que sus palabras alcancen a Chifuyu dónde sea que esté.
Dónde sea que renazcan.
Fin.