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Su mano acariciaba con lentitud sus mejillas, entibiando entre la aspereza de sus dedos la suavidad que conservaba en su piel la fruta del fénix. Recostados, sus rostros dibujaban una respiración mutua iluminada por el resplandor de los quinqués.
Almohadas mullidas delineaban sus ángulos, las sábanas y cobijas respiraban la humedad que guardaban sus cuerpos. Una sonrisa fue coloreando las mejillas de Marco al contemplar las hebras plateadas deslavando en tonos sonrosados el cabello rojizo de Shanks. Notas anaranjadas brotaban entre la espesura carmesí cual diminutas flores. Los dedos migraron a su cadera y sintió el movimiento firme del deseo acercarlo. Sus piernas atrapaban las suyas y un soplo de aire escapó de entre sus labios al sentir la humedad emergiendo de sus glúteos.
Sus músculos abandonaron la tensión y sus dedos se transformaron en un estirar silencioso, en sus labios buscando el aliento que se le ofrecía. Heridas y marcas incurables, miembros fantasmas que reconocían una y otra vez sus formas tras las guerras y el mundo que los había conocido, todo cuanto habían perdido y sus apuestas a la luz del Sol que los salvó a todos.
Una tibieza surcó su lengua y sus manos al sumergirse entre tibiezas rojizas, entre lametones y pestañeos. Sus caderas desnudas reconocieron sus movimientos tras años de contemplación. Sus antiguas tripulaciones ya no existían más que en sus cuerpos, en los rastros de la tinta y las cicatrices. La pequeña embarcación que los mecía se avivaba por el eco de pasos y risas que los acompañaban en su pequeño paraíso.
Sus manos se sumergían en su espalda ante el retorno de su carne abierta y el peso apretado de sus movimientos. Tal como lo hizo en el Red Force aquella tarde tras Wano, dejó que Shanks lo meciera, que su boca se llenara de presentes y la amable certeza de saberse ahí, de reconocerse contra los ojos grises que sostuvieron los aleteos de su voluntad desquebrajada por la oscuridad. Su respiración calma a las orillas de Sphinix, llenando su boca de suspiros y anhelos.
Los años se deslizaron sin promesas, se concedían el capricho de deshacerse entre sábanas, de sus respiraciones sumergiéndose en las heridas del otro, besándolas, ofrendándoles silencio y compañía, el bálsamo que jamás habrían imaginado hallar en el otro y que los acunaba sobre los mares.
“Siempre anhelé tu compañía, avecita”.
La carcajada que habría estallado en sus labios si alguien le hubiese advertido que encontraría la ternura y el impulso de sus alas para abrazar de nuevo el aire entre las risas y los latidos del pelirrojo. Los labios contra su frente lo iluminaron y en el vaho se contemplaron con placidez. Los susurros se deslizaban acariciándolos. Marco sonrió y dejó que sus llamas besaran la piel que lo sostenía, sumergiendo a Shanks en las lenguas dulces donde el amor siempre existió y que se entregaban a él cual nido y refugio.
Bajo las suaves horas del amanecer que filtraba su luz por las ventanas de la cabina se permitían, día tras día, seguir viviendo.