Chapter Text
Cuando Arthur pasó a través de las puertas de vidrio al café, lo encontró lleno de gente. La mañana era una época ocupada del día, pensó, mientras caminaba a través de la multitud de mesas blancas. La gente sentada se volvió para verlo mientras pasaba, de arriba a abajo, otros claramente mirando su espada.
Nadie llevaba armas, Arthur se dio cuenta. No se extrañaba que estuviera atrayendo la atención. Incluso Eleanor lo estaba mirando con obvia desaprobación por Excalibur, desde donde se encontraba en el largo mostrador cerca de la residencia de Merlin.
—Buenos días, Lady Godwyn—, Arthur la saludó, mientras rodeaba el mostrador y se dirigía a la puerta de la residencia.
Cruzó sus brazos sobre su brillante vestido de flores de color amarillo y rosa. —¿Merlin te tiene durmiendo fuera? Debe ser un rasgo de la familia Hunithson.
—¿Qué es eso? — Arthur preguntó, mientras miraba los platos con alimentos calientes del desayuno delante de la gente en el mostrador.
Eleanor dio una risa repentina. —Se perdieron el desayuno, ¿no?
—Merlin no empacó nada—, dijo Arthur, sus ojos mirando un bollo que una mujer comía.
—Muy bien, toma, ya que claramente estás muriendo de hambre.
Eleanor tomó un plato del mostrador que estaba lleno con cada uno de sus panes y bollos dulces favoritos. —Oh, usted es maravillosa— dijo, y tomó el plato, automáticamente comiendo un bollo caliente.
—Dios mío, eres peor que mi hijo mayor. Ve a sentarte. Te llevaré un poco de té.
Eleanor lo sacó de detrás del mostrador, y Arthur se sentó con el resto de los clientes en una silla del otro lado. A su izquierda y a la derecha, vio a gente sosteniendo piezas planas de piedra negra. Pero se dio cuenta que no eran piedras realmente.
Arthur se sacó la espada de su cinturón y la tiró al mostrador con un “Clang” que hizo saltar a varias personas. Él los ignoró, más interesado por ver la superficie de la piedra que sostenía el hombre al lado de él, tenía imágenes y palabras e imágenes que se movían. Era como una ventana, pensó, y se inclinó casi encima suyo.
—¡OI! ¿Te importaría?
Arthur miró a la expresión agravada del hombre. —¿Por qué me importaría?
—Use su propio maldito celular— dijo el hombre molesto, tomó su plato y se fue.
Arthur movió su espada al asiento vacío del hombre, y luego se inclinó para mirar la pizara que sostenía el hombre sentado en el otro lado.
—Aquí tienes—, vino la voz de Eleanor, atrayendo su atención lejos de la extraña piedra negra. Ella colocó una olla de té en el mostrador, luego puso una taza vacía junto a ella.
—Sí, eso es maravilloso—, le dijo Arthur, y asintió con la cabeza a su taza.
—¿Algo malo con tus brazos, Arthur?
Arthur sacó los ojos de las imágenes en movimiento sobre la piedra para mirar a Eleanor de pie frente a él, las manos en sus caderas delgadas, una desaprobación que le recordó bruscamente a Gaius.
—¿Qué es eso, mi lady? — Arthur le preguntó.
—¿Mi lady? —, murmuró, pero tomó la olla de té y llenó su taza. —Muy bien, ahora tengo que preguntar. ¿A qué casa perteneces?
Arthur miró al otro hombre que había estado sentado junto a él levantarse con una mirada de enojo dirigida a él, y luego salir a la cafetería. —¿Le pido perdón?
— Le pido perdón… —, repitió con cuidadosa enunciación. —Sólo escúchate, se nota que naciste en una mansión, entonces ¿a qué casa real perteneces?
Muy parecida a Gaius de hecho, Arthur pensó. Ella era impresionantemente perspicaz. Habría sido una excelente asesora de la corte. —¿Cómo lo sabe?
—Mi abuela trabajo para los Windsors. Ella me llevo alrededor de la nobleza a menudo, lo suficiente como para reconocer la realeza cuando la veo. Cada vez que te miro, siento que debería hacer una reverencia.
Arthur levantó su copa en un brindis silencioso. —Le agradezco por eso, Lady Godwyn.
—No soy una lady, aunque suene bien. — Ella llenó su copa de té de nuevo hasta el tope y lo volvió a poner en el mostrador. —¿Qué casa real entonces? ¿Los Windsors? ¿Los Hanovers?
—Los Pendragon.
—Los Pendragon. Oh, muy gracioso. Arthur Pendragon es tu nombre, entonces.
Arthur se sentó un poco más recto en su silla. —Sí—, dijo. —Lo es.
—Si no quieres decírmelo, sólo dilo. — Eleanor levantó una ceja entretenida. —No tienes que mentir al respecto.
Arthur dejó caer su pan al plato, de repente mucho menos divertido, y mucho más cansado, por lo que se había dado cuenta. —Los Pendragon son una familia antigua, una familia real, una familia descendiente de Reyes, que lucharon y murieron para proteger esta tierra.
—Hablas en serio—, dijo Eleanor, en el tono preocupado de una madre ahora, como si él se hubiera vuelto loco. Lo cual era aún peor que si se hubiera burlado de él.
—Los Pendragon son tan reales como cualquiera de la nobleza que vive hoy en día—, rompió Arthur. —Son una familia de verdad, y son mi familia, no es que haya ninguno de ellos que quede aparte de mí. Incluso mi esposa… — apretó su mano en un puño sobre el mostrador. —Mi difunta esposa...
El dolor se precipitó a través de él otra vez. Por su reino perdido. Su gente perdida. Sus amigos perdidos. Su familia perdida.
Eso era peor que no haber sido recordado en absoluto, pensó Arthur. Que esta gente pensara que él nunca existió. Que su familia nunca existió. Se sentía como si le estuvieran robando su derecho al duelo. Y eso lo hizo mucho peor.
Arthur se levantó de su asiento, agarrando su espada y poniéndola de nuevo en su cinturón. Rodeó el mostrador de vuelta a la residencia de Merlin y estaba a la mitad de la puerta cuando sintió un toque suave en su brazo.
Eleanor estaba a su lado, borrosa a través de la humedad en sus ojos, ella sostenía su plato, su rostro suavizado con preocupación. —No olvides tu desayuno, Arthur Pendragon.
Arthur tomó el plato, asintiendo con cansancio. Un poco mejor, pensó. Pero aún no como debería ser. —Gracias, Eleanor—, dijo, y se retiró a los apartamentos de Merlin.
Subió las escaleras pensando en el futuro. De lo que su vida sería más allá de esos muros.
Nadie lo conocía, pensó. En ninguna parte. No como él mismo al menos.
Una cosa tan extraña, que nadie sabe quién es. Toda su vida la gente lo había reconocido. Como su príncipe. Su rey. Y aunque no lo hubieran hecho, una mera mención de su nombre era suficiente.
Ahora usar su nombre significaba algo ridículo o era cuestión de incredulidad.
Tendré que mentirles, ¿no?, Arthur pensó. Tendré que mentir. Al menos hasta que el momento del juicio de Albion llegue.
El pensar en ello lo hacía sentir enfermo. No podía imaginarlo. Cada día tenía que esconder quién era. tendría que fingir ser menos de lo que era. Dejar que el mundo lo juzgue falsamente, sin conocer su corazón.
Arthur se detuvo en el pasillo, y tuvo que agarrarse contra la pared, abrumado por la repentina comprensión.
Merlin, pensó.
Así siempre ha sido para Merlin.
—Siempre he tenido que mentir—, le había dicho. Y Arthur no había entendido, en ese momento, lo que significaba.
Tener que mentir a todos los que lo conocían. Ser visto por todos como menos de lo que era. Que nadie conozca realmente su corazón.
Arthur ni siquiera pudo manejarlo durante quince segundos. No podía imaginarse haciéndolo por 1500 años.
—Idiota—, murmuró para sí mismo, y entró a través de la puerta de su recámara.
Después de colocar su plato sobre la mesa, Arthur se quitó la espada de su cinturón, casi cortando su mano en el proceso. Como pudo se quitó el cinturón y su ropa, enredándose dos veces en el material en el proceso. Casi se cae cuando se puso sus pantalones de dormir, y tuvo que ponerse contra su armario.
Definitivamente el cansancio por la falta de sueño de la noche anterior le estaba llegando. Arthur frotó su mano sobre su rostro, recordando la larga noche que tuvo, y la vigilia observando a Merlin.
Merlin, que se había derrumbado bajo la fuerza de su propia magia. Merlin, que estaba teniendo sueños extraños.
Sueños que nunca había tenido antes. Sueños que lo despertaron en pánico.
Al igual que…
Arthur golpeó con su puño el armario lo suficientemente duro como para sentir dolor en todo el brazo.
No, él pensó.
No como ella.
Nunca como ella.
Arthur respiró hondo, lo dejó salir y sintió como su agotamiento caía sobre él de nuevo. Llevo su espada a su cama, y la colocó en la funda que colgaba del poste de la cama.
Luego, durante un largo momento, Arthur miró el desorden de mantas y sábanas que Merlin no había podido hacer el día anterior.
Iré al baño ahora, pensó. Me lavaré, me vestiré, comeré y me preparé para el día. Tengo mucho que entrenar por delante. Con la espada y la maza, la jabalina y el resto.
Sobre la cama, las sábanas y mantas arrugadas parecían nubes.
—Ridículo —, dijo.
Y luego se arrastró hacia la cama y se derrumbó bocabajo.
La almohada bajo su nariz olía a vainilla y especias, sudor y vino y a aire libre. Merlín la usó, pensó, mientras respiraba profundamente y se relajaba, pensando en castillos y torretas y brillantes estrellas doradas, y cuerdas de magia que se extendían hacia el mundo, creando vida a su paso.
Sólo unos minutos, Arthur pensó, y cerró los ojos.
Solo unos minutos...
Un ruido le despertó, se levantó muy sorprendido parpadeando para enfocar la habitación. Las mantas yacían encima suyo, y la luz del día había sido silenciada por las cortinas corridas en las ventanas.
Se volvió a acostar en la cama, los brazos a sus costados. —¡Merlín!
La puerta de la recámara se abrió, y Merlin miró dentro, poniendo una cara de disculpa. —Lo siento. ¿Escuchaste eso?
Una bandeja cayendo, Arthur se dio cuenta. Había sido despertado por el sonido de una bandeja cayendo. Arthur parpadeó a través de la habitación en la mesa larga que había al otro lado. En ella había todo tipo de comida, con vapor aún. —¿Qué pasó?
—Se me cayó la bandeja en el pasillo, lo siento. Te dejaré volver a dormir.
—No estaba dormido. — Arthur se levantó de la cama y se puso de pie, luego se balanceó, y se sentó de nuevo. — O bueno… Puede que me haya dormido un poco.
Arthur vio a Merlin cruzar la habitación, las manos se juntó a su espalda, para pararse junto a la mesa.
—¿Qué diablos estás usando ahora? — Arthur preguntó.
— ¿Ropa? — Merlin levantó sus brazos, su túnica marrón de manga larga se extendió sobre su pecho. Luciendo más apretada que su ropa normal, tenía un pequeño escote en forma de V sin ningún tipo de lazos sosteniéndolo, haciendo que Arthur se preguntara cómo había conseguido meter su cabeza. Sus pantalones eran apretados también, oscuros y hechos de un tejido negro grueso que se extendía hasta unos zapatos negros bajos con suelas gruesas.
—Te ves ridículo—, le dijo Arthur, no era cierto, se veía diferente más que nada. Lo cual era inquietante de alguna manera. Casi tan inquietante como el hecho de que aparentemente estaba mirando fijamente la larga y pálida longitud del cuello expuesto de Merlin hasta que reaccionó y volvió sus ojos de nuevo a la cara de Merlin.
—He estado trabajando en el boticario y en el café mientras estás durmiendo—, le dijo Merlin, con un obvio placer al decir la palabra, —y finalmente me cansé de todos los chistes de Danyl y Heath sobre haber escapado de una feria del renacimiento. Me iba a cambiar de nuevo, después de que traerte… bueno, lo llamaré almuerzo, pero es más una cena temprana.
Arthur se puso de pie, rascando su pecho desnudo mientras caminaba descalzo a través de la habitación. Empujó las cortinas y el sol entró bajo en el oeste. —¿Cuánto tiempo estuve dormido?
— Cinco o seis horas
Arthur se giró hacia él, indignado. —¿Qué?
—Traté de despertarte.
—¿Qué tanto lo intentaste, exactamente?
Merlin le dio una media sonrisa que respondía a su pregunta.
—Esto no te va a salvar del entrenamiento, sabes —, le informó Arthur. —Y cambiate de esa tontería antes. Tus pantalones se te romperán en los primeros dos minutos. ¿Cómo conseguiste entrar en esa túnica de todos modos?
Merlin enganchó un dedo en el cuello y tiró. El material se estiró y luego se volvió a su tamaño original. —Elástico— dijo, con una sonrisa encantada.
Arthur se acercó a él y deslizó dos dedos debajo del escote de la camisa, haciendo lo mismo que Merlin había hecho. Luego deslizó los dedos hacia abajo, agarrando un puñado del material, sus nudillos presionaron contra el pecho de Merlin. —Toda esta cosa se estira—, dijo, y levantó la otra mano para deslizarla sobre la túnica, su palma moviéndose sobre el pecho de Merlin.
Merlin se estremeció y retrocedió. Derecho. —Si bueno. Voy a cambiarme.
—Dame eso antes de irte.
—Dar…qué?
—La túnica. Algo hecho de ese material sería útil durante el entrenamiento. Daría un excelente rango de movimiento. Así que vamos. Quítatela.
Merlin abrió la boca para hablar, para luego decidir cerrarla de nuevo. Tomó su camisa y la tiró sobre su cabeza, quitándosela. Se la entregó a Arthur, con un leve sonrojo.
Arthur examinó el material, todavía caliente por el cuerpo de Merlin, para luego ponerla sobre su cabeza, empujando sus brazos a través de los agujeros para las mangas. Ajustándola un poco sobre sus brazos y acomodándola sobre sus pantalones.
Le quedaba mucho más apretada de lo que le había quedado a Merlin, estirándose sobre los músculos de su pecho como una segunda piel. —Esto debería funcionar bien—, dijo, frotándose una mano sobre el pecho. El material era ridículamente blando. —¿De qué está hecho?
Cuando miró a Merlin, vio que estaba de pie con los brazos cruzados sobre su pecho pálido, mordiéndose el labio inferior, una mirada de angustia se apoderó de él.
—¿Qué? — Arthur le preguntó.
Los ojos de Merlin se fijaron en la cara a Arthur, sus mejillas enrojeciendo.
Está avergonzado, Arthur pensó. Aunque no entendía por qué. No es como si no se hubieran visto en distintos estados de desnudez antes. —Vamos, entonces. Ve a cambiarte.
Merlin asintió con la cabeza, y se volvió para irse.
—Una última cosa.
Merlin no se giró. —¿Sí?
En cambio Arthur caminó hasta estar en frente de Merlin, luego se acercó y le puso las manos repentina y rápidamente sobre el pelo de Merlin, despeinándolo.
—¡Detente! — Merlin protestó tratando de quitarse las manos de Arthur de encima.
—¿Qué es eso en tu cabello? Se siente como savia de árboles…
—Es producto de pelo…Arthur… Detente…
Arthur agarró la nuca de Merlin y forzó su cabeza hacia adelante. Usó la otra mano para aplanar el pelo de Merlin como debería ser. —Parecía que habías estado en una tormenta…
—Arthur—, llegó la voz de Merlin, ahogada y baja.
Arthur lo dejó ir y retrocedió, sonriendo. —Así —, dijo, cuando Merlin levantó su cara enrojecida. —Te ves mucho mejor.
Merlin lo miró con su pelo negro que parecía un nido de pájaro. —Tonto —, murmuró mientras caminaba a la puerta empujando contra el hombro de Arthur en el camino.
Arthur frotó los dedos sintiendo la sustancia pegajosa que quedó detrás del cabello de Merlin. Levantó las yemas de sus dedos hasta la nariz, olfateando con curiosidad, porque podía oler un extraño olor a especias que superaba los conocidos jabones que ambos compartían en el baño.
Cuando miró hacia arriba, vio a Merlin parado en la puerta, observándolo, tan rojo que incluso sus orejas estaban rojas también.
—No olvides el equipo de entrenamiento—, le dijo Arthur. —Y la maza. Sé que te gusta trabajar con la maza.
Merlin abrió la boca para responder. Pero solo logró sacar un sonido ahogado. Abriendo sus ojos. Para luego desaparecer a través de la puerta sin una palabra.
Arthur se rio para sí mismo, luego se sentó en la mesa frente a la comida que Merlin había traído para él.
Cada bocado era delicioso. Los frutos eran frescos a pesar de que muchos no estaban en temporada, los panes todavía calientes del horno, las patatas sazonadas con hierbas frescas, las carnes de la más alta calidad. Y una vez más el té que sabía exactamente como lo recordaba de Camelot. Merlin fue quién lo hizo, pensó. Igual que el resto de la comida.
Arthur se inclinó hacia atrás en su silla, bebiendo un vaso fresco de jugo dulce de algún tipo.
Extendió sus piernas delante de él, y se inclinó un poco en su silla. Totalmente relajado.
Arthur observó las motas de polvo bailando a través de los rayos de la luz del sol de la tarde, brillando a través de las habitaciones, y escuchó el canto de los pájaros más allá de las ventanas abiertas, y sintió las agradables brisas cálidas de verano sobre su rostro, que también movia las cortinas.
No puedo creer que estaba durmiendo, pensó. Justo en medio del día.
¿Cuándo fue la última vez que lo hizo sin tener una enfermedad o lesión? No recordaba haberlo hecho ni un solo día en su vida adulta.
Y pensándolo bien, ¿qué día era? se preguntó. Nunca había perdido la cuenta de los días. Siempre supo, o bien siempre se le dijo, o había sabido por su meticulosamente mantenida y constantemente ocupada agenda.
Que ya no tenía. Ya no.
No había reuniones que asistir, pensó. No hay fiestas que planear. No hay sesiones de estrategia para liderar. No hay enviados diplomáticos con quienes reunirse. No hay argumentos interminables al visitar a la nobleza que no podía ver más allá de sus propias murallas.
Nada, de hecho, para hacer.
Debería molestarme, pensó Arthur. Realmente debería.
Y sin embargo, no lo hacía.
En todos sus años como rey, nunca había disfrutado de esa parte del liderazgo. Toda esa pompa y molestia de las expectativas corteses, toda la molestia de la gestión de la vida del castillo. Eso solo lo distraía de su deber de gobernar Camelot. Por ello le había pasado tanto como pudo del trabajo a su consejero, o a Gwen, o a Merlin.
Sin embargo, había habido mucho que no había sido capaz de evitar. Sus deberes habían consumido rutinariamente toda su vida, desde el amanecer hasta el anochecer, sin cesar, día tras día tras día...
Así que la ausencia de todo, en realidad, era... un alivio.
Debería sentirme culpable por sentirme así, Arthur pensó, mientras tomaba el jugo fresco. Realmente debería.
Pero no lo hacía. Así como no se sentía culpable por sentarse inclinado en su silla, escuchando a los pájaros, disfrutando de las cálidas brisas del verano, con sólo sus propios deseos dictando lo que su día debería contener.
Porque ¿cuando, en toda su vida había sido capaz de hacer lo que él quería hacer?
El picnic, pensó Arthur. Padre lo había llevado a él y a Morgana y a todos sus asistentes a los campos más allá del castillo. Y después de que Arthur hubiera comido su parte de los maravillosos alimentos preparados para ellos, se había ido a explorar el bosque, lo suficientemente lejos como para sentirse como si estuviera en una gran aventura. Había perdido la noción del tiempo en el bosque y habían tenido que venir a buscarlo. No había querido irse a casa.
Sí, pensó. Esa fue la última vez que me sentí así.
Habría tenido diez años en ese momento.
Arthur descansó las palmas sobre la mesa. Tocó los dedos sobre el tablero de madera.
—Podría recostarme todo el día, si quisiera—, dijo Arthur, como si hiciera un decreto real. —De hecho, podría no hacer nada en absoluto. Todo el día. Por tantos días como quisiera.
Se sentía como una herejía el sólo decirlo.
Pero también se sentía jodidamente bien.
Arthur sonrió para sí mismo, mirando hacia su cama, las cobijas arrugadas que todavía parecían nubes.
—Podría incluso, — Arthur informó a la cama, —tomar otra siesta si quisiera…
—Disculpa, mi señor—, llegó la voz de Merlin junto a la puerta, sorprendiendo a Arthur, haciendo que se sentara recto, agarrando su plato con las dos manos. —Pero ¿En serio quieres que saque la jabalina, así como la maza y el objetivo y tu armadura y la espada de entrenamiento?
El lloriqueo en el tono de Merlin enumerando las cosas era una delicia. — Espadas—, Arthur le corrigió, y mientras tomaba otro bollo. Porque a pesar de que la idea de volver a dormir era atractiva, la idea de entrenar era mejor. Sobre todo, si se trataba de atormentar un poco a Merlin. —Tú también vas a necesitar una espada. Y una armadura.
Silencio, solo eso había mientras Arthur miraba la cara de Merlin, encontrándose con el horror en ella.
—No me gusta la idea más que a tí—, le informó Arthur, lo cual era una mentira absoluta. —Será como entrenar con una rama de sauce. Ahora vete.
Con un “huff” audible, Merlin se retiró.
Arthur contó hasta cinco en su cabeza, la sala perfectamente silenciosa, y luego gritó —¡escuché eso!
—¡Lo dije para que lo escucharas! — Merlin gritó desde el pasillo.
—Lo sabía —, dijo Arthur, y se metió un bollo en la boca.