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El hombre lobo era inteligente, se lo estaba poniendo muy difícil porque tenía que guardar las distancias en el maldito Campus, no fuera a cruzarse en el camino de Sam y éste pensase que buscaba excusas para rondarlo.
Casi amanecía y ahí estaba, perdido en el patio trasero de la sección de arte dedicada a la escultura, con dos balas de plata en el revolver y el corazón acelerado, buscando en la maraña de hierros oxidados el rastro del licántropo.
Al girar una esquina casi se lo come, camiseta blanca cochambrosa y dos metros de músculo recrecido bajo un flequillo rebelde y aplastado por las gafas de soldar. Lo miró asombrado, incapaz de reaccionar, no era el lobo, si no Sam, que soplete de acetileno en mano soldaba algo de metal, ajeno al escrutinio de su hermano, que recorría absorto su anatomía, calibrando los cambios, la masa de músculos sudados, reconociendo al hermano traidor que había perdido dos años antes.
Dudó entre avisarle del peligro o dar la vuelta y que se apañase como pudiese. Una respiración demasiado cercana le devolvió a la realidad, giró sobre sí mismo dispuesto a despachar al monstruo con rapidez cuando un golpe sesgado lo desarmó enviándolo al suelo. Con la pistola fuera de su alcance el lobo atacó confiado, las garras por delante, directo al corazón, mientras el cazador rebuscaba entre la chatarra algo para repeler el ataque cuando escuchó el disparó y el vio al monstruo parar en seco, mancha carmesí floreciendo en el pecho. El monstruo alzó la vista, sorprendido por el hombre alto que revolver en mano se acercaba dispuesto a rematarle. Otro disparo y se acabó.
—¿Estás bien, Dean? —Tendiendo su mano para alzarle del suelo.
—De puta madre, iba ganando. —Le salió un gruñido al sentir el tirón que lo puso en pie, demasiado cerca de Sam, de su olor, de su calor. La añoranza, el deseo le golpeó mucho más fuerte que el licántropo, mareándole.
—No lo dudo, deja que vea eso. —Recorrió con cuidado el zarpazo, superficial, evaluando el daño. —Ven, tengo botiquín aquí mismo. Cuando intentó quitarle la maltrecha camiseta, Dean dio un salto atrás en un gesto instintivo.
—Deja, es un rasguño.
—Podría infectarse.
—Lo curo luego.
—Ni hablar, vamos —Replicó tirando de él hacia el pequeño cobertizo.
—¡Que no, suéltame! Aún no he terminado el trabajo.
—Sin problema, ahí hay un horno de fundición, nunca se apaga.
Sin poder replicar volvió a formar equipo con aquel Sam a medio conocer, con la facilidad de siempre, como si nunca se hubiesen separado.
El alcohol escocía en las heridas y su piel ardía al contacto de aquellos dedos que recorrían su torso, limpiando la sangre, esa que habían compartido mucho más que siendo hermanos, demorándose en las cicatrices nuevas, como reaprendiendo el camino mil veces tomado.
—No dejará ni marca, no tenías que molestarte, Sam —El nombre también escocía en la lengua, le rascaba en la garganta.
—Con estas cosas nunca se sabe, mejor tener cuidado, me lo enseñó mi hermano mayor. —Una sonrisa, medio triste, medio traviesa, mirada perdida bajo el flequillo.
—Valiente profesor, ¿También te enseñó a abandonar a los tuyos?
—Dean —Melaza y reproche en la voz, sus brazos cercándolo en un abrazo, la boca rozándole la oreja —Conservo el móvil, nunca llamaste.
—Cierto, si quieres una vida normal, yo no encajo en tu proyecto. —Duele decirlo, reconocerlo, duele resistirse al deseo, a la necesidad primaria de volver a tenerlo entre sus brazos, está duro y duele negarlo.
—Tú siempre encajarás en mi vida —Se acopla entre sus piernas, respira en su cuello, la sombra de la lengua recorriendo la garganta.
Dean saltó de la banqueta, apartando a Sam, buscando aire para no rendirse.
—Claro que si, por eso tú me has llamado todos los días. Espera que revise mi buzón de voz… ¡Porque se me ha debido pasar! oh, mira, NO. HAS. LLAMADO.
—Dean, papá dijo…
—¡No te atrevas a usar a papá de excusa! ¡No lo metas entre nosotros!
—Usas mis frases en mi contra, no lo hagas, por favor De, te he extrañado, te juro que marqué mil veces, pero tenía miedo, yo solo
—Tu solo no lo hiciste, no lo has hecho —Salió a la difusa luz del patio sacando el teléfono de la chaqueta y se puso a revisar los mensajes.
—Dean, entiende…
—Shh, necesito contestar a este —Lo calló con un gesto —¿Papá? Hecho. No, ningún problema, ¿Sam? Ni me ha visto… Estaré a medio día, primera hora de la tarde. Si, Señor.
—No te vayas así, D, por favor. Seguía siendo Sam, más grande ahora, igual de sucio que cuando peleaban y perdía, todo ojos de cachorro triste y flequillo desordenado. Sam, que seguía dejándolo sin aliento, costándole la vida cada negativa, siempre a un paso de ceder.
—Me voy, de verdad, no puedo quedarme.
—Unas horas no hacen diferencia, Dean, te necesito tanto.
Sam, labios húmedos, besos posesivos y manos viajeras. Sam gimiendo y erizándole la piel, derritiendolo. Sam, piel templada y susurros sin sentido. Sam abriendo viejas heridas de noches frías y carreteras vacias. Le costó la fuerza de voluntad que no sabía tenía, romper el beso, deshacer el abrazo, alejarse.
—Adiós Sam, sé feliz por los dos.
No se giró, no miró atrás, no por devolver el golpe si no porque era lo correcto, lo que tenía que hacer, por el bien de ambos, por la felicidad de su hermano debía alejarse, dejar de ser esa influencia toxica de la cual nunca se libraría si cedía al ruego desesperado de su hermano pequeño. Pensó en parar en un bar, en quitarse su sabor, en buscar un motel y quitarse su olor, en el fondo daba igual, lo sabía, no habría agua lo bastante caliente, ni cerveza lo suficientemente fría para arrancarle a Sam del alma, ese bulto cálido que salvó del fuego cuando su propia vida se convirtió en cenizas. Cuando Sam se convirtió en todo lo normal que tendría en esta vida.